Proyecto Wikinger: crónica de un caramelo (algo) envenenado

«Considéralo un premio», dijo mi redactor jefe al otro lado de la línea telefónica. «Es algo absolutamente voluntario: si te apetece, cuenta con ir. Si no, se lo ofrecemos a otra persona». Y lo cierto es que sonaba bien: viaje relámpago a Alemania para visitar el primer parque eólico marino construido por Iberdrola en el Mar Báltico. La coartada gallega eran los casi 30 jackets (sujecciones parcialmente sumergidas sobre las que se erigen los aerogeneradores) construidas por Navantia en sus instalaciones de Fene. Un contrato de casi 100 millones de euros y abundante carga de trabajo que cayó como maná del cielo en el viejo astillero.

A mí me tocaba, en teoría, la parte fácil: viajar el lunes 19 de septiembre hasta Binz, en la costa nororiental de Alemania donde, a una hora razonable, me instalaría en un lujoso hotel con todas las comodidades del hombre de negocios occidental. Podría descansar las horas debidas con vistas a la intensa jornada del martes, que incluía una travesía en barco hasta el parque, situado a 70 kilómetros del puerto base de Mukran-Sassnitz, y una visita posterior a vista de pájaro desde un helicóptero. Regresaría al hotel a tiempo de cenar y dar un paseo (en Alemania es mejor que lo hagas en ese orden si no quieres quedarte con el estómago vacío). Y volvería el miércoles 21 a casa, después de uno de esos desayunos (huevos revueltos, yogures caseros, salchichas, quesos variados) que me hacen perder el sentido.

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Pero todo se torció desde el momento en que se me ofreció la posibilidad de tomar el vuelo inicial en Coruña en lugar de Santiago, desde donde salía mi compañero Rafa, operador de cámara. El plan era encontrarnos en Barajas y allí unirnos a la expedición de Iberdrola, con la que también viajaban compañeros de otros medios. Lo malo es que en mi bendita ciudad hay niebla matinal nueve de cada diez días, y que, por lo visto, el sistema ILS instalado hace unos años para facilitar los aterrizajes (y los despegues) en condiciones meteorológicas adversas se ha puesto en el lado equivocado de la ría. Así que yo ya estaba en pie a las siete de la mañana y camino del aeropuerto a las ocho para despegar (sin facturar) hacia Madrid a las nueve y veinte, pero el vuelo se canceló porque, sencillamente, no había avión. En vista del panorama el piloto decidió no salir siquiera de Barajas. La solución de Iberia Express fue, por decirlo de un modo educado, poco satisfactoria: recolocarme en el vuelo de las cinco y media de la tarde. Ello implicaba, por supuesto, perder el enlace previsto a Berlín (contratado con la misma compañía). Iberdrola contaba conmigo en el aire rumbo a Alemania a la una del mediodía. Pero la flamante «línea aérea más puntual del mundo en 2015» (de eso presumen en sus cuñas) no me ofrecía partir de Madrid hasta las diecinueve cuarenta y cinco.

Digna, una compañera de La Voz de Galicia, se vio inmersa en el mismo problema. Tras múltiples llamadas y gestiones, y después de haber incluso tirado la toalla y regresar a casa para intentar descansar un rato, se nos ofreció un asiento en otro vuelo que partía de Santiago a las dos y media. Seguíamos quedando al margen del grupo que volaba a la una hacia Berlín, pero al menos disponíamos, en teoría, de más margen para buscar una solución mejor que la mencionada de las ocho menos cuarto. El problema en este caso era que en pleno 2016 ese cambio de billete había que tramitarlo de manera presencial, por lo que hube de coger el coche y subir otra vez hasta el aeropuerto de Alvedro, conseguir la tarjeta de embarco, regresar a casa una vez más y esperar tres cuartos de hora a que me recogiese un taxi enviado desde Santiago por mis jefes. ¿Todavía me siguen? ¿En serio? Bien. El taxista me dejó en Lavacolla con margen suficiente para meter en el cuerpo un infame trozo de pizza a un precio aún más infame, encontrarme con Digna y cruzar juntos los dedos para no pasarnos el resto de la tarde tirados en Madrid. Tampoco hubo suerte. El vuelo a Berlín que operaba Ryan Air a las diecisiete horas desde Barajas iba completo (o eso nos dijeron desde la agencia que gestionaba la pesad… el desplazamiento.

A las tres y media de la tarde tomamos tierra en la capital de España tras cincuenta minutos de padecimiento y tortura en una de las ridículas plazas de la clase economy de Iberia Plus (quien mida más de un metro ochenta sabrá de lo que hablo). Paradójicamente, en Barajas disfrutamos de los únicos buenos momentos del día. Por alguna razón que desconozco (quizá porque a la señora del mostrador de Alvedro le di demasiada lástima), en mi tarjeta de embarque Madrid-Berlín decía «acceso a sala VIP». De entrada, cuando la mostré en el control de entrada, me sentí un poco Paco Martínez Soria recién llegado a la ciudad. Pero qué diablos, yo era el primero que no quería estar allí. Me dejaron invitar a mi acompañante, cuyo billete no había sido bendecido por aquellas palabras mágicas, y aprovechamos para acomodarnos en un sofá, recargar la batería del móvil y, yo en particular, comer como si no hubiese un mañana.

Y es que en realidad aún ni he hecho mención a lo mejor del viaje. A nuestra llegada al aeropuerto de Tegel, en Berlín, a eso de las once de la noche, debía recogernos un fotógrafo freelance, contratado por Iberdrola, que sí había conseguido asiento en el vuelo de las cinco de Ryan Air. Se suponía que este hombre llegaba con el margen suficiente para alquilar un coche y esperarnos con él preparado para salir de inmediato. Pero, seguro que ya lo han adivinado, no sucedió así.

Volvamos a la zona VIP de Barajas por un momento: dos ensaladas, cuatro sándwiches, varias porciones de queso y embutido, un wrap de pollo, un helado de chocolate, una bolsita de cacahuetes, una copa de vino (Ribera del Duero), un refresco, un café y una magdalena. Creo que no me dejo nada. Estuve comiendo y bebiendo dos horas seguidas, a aquellas alturas de la fiesta ya no me fiaba un pelo y presumía que cenar, lo que se dice cenar, no iba a formar parte del orden del día.

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Si el vuelo Santiago-Madrid había sido tortuoso, imaginen el que nos llevó a Berlín. El espacio del que dispuse para emparedar mis piernas fue semejante (si no inferior), y el tiempo de la broma se multiplicó por tres. Pasaba de las once de la noche cuando pisamos la terminal de Tegel (lo más parecido a un velatorio). Me dolían todos los músculos del cuerpo, me zumbaban los oídos como nunca antes al bajarme de un avión… Y allí no había ni rastro de Francis, nuestro fotógrafo y teórico conductor. Nadie con un cartel de Iberdrola esperando a la salida, ningún mensaje en nuestros móviles. Nada. Cuando, al borde de la desesperación, fui capaz de ajustar el teléfono que me había dado la empresa, llamamos a Teresa, la responsable de comunicación de Iberdrola en el viaje. Estaba terminando de cenar junto al resto de compañeros de prensa desplazada al Báltico (entre ellos, el bueno de Rafa y los corresponsales en Alemania de TVE y El País). En Binz, nuestro lugar de destino. A un paso del dichoso cinco estrellas que a esas horas a mí me sonaba más o menos como la isla de Ítaca al pobre de Ulises. Teresa nos dio el número de Francis, que resultó que estaba dando vueltas con el coche… por la villa de Tegel. «La chica de la empresa de alquiler me programó mal el GPS y me ha mandado a este pueblo, que debe de estar al lado, pero es que yo por Madrid me muevo fundamentalmente en bicicleta, apenas conduzco y menos por la noche. Dadme alguna referencia visual y a ver si soy capaz de encontraros». En ese momento, creo que por primera vez en mi vida, me rendí. Creo que incluso deseé mi muerte por un instante.

No me pregunten cómo, en poco más de media hora (que a nosotros nos parecieron seis), el bueno de Francis apareció con un Volkswagen Golf oscuro al que estuve a punto de abrazarme. Era casi media noche y no podía con mi alma, pero teníamos por delante 350 kilómetros hasta Binz y al día siguiente había que estar listo a la puerta de Ítac del hotel a las ocho menos cuarto. Así que tomé una decisión: «Te voy a pedir dos cosas, Francis: las llaves del coche y algo de conversación». «Es que creo que el seguro del alquiler no os cubre a vosotros como conductores…» «A la mierda el seguro, tío. Por favor, déjame las llaves…» (Breve silencio) «¿Podemos al menos parar en un área de servicio? No he comido nada desde esta mañana…» Paramos. Nada más salir del aeropuerto y enfilar la autopista. Me abrasé la boca con una mini pizza de peperoni recién salida del microondas y me hice con una botella de agua. Y luego conduje más rápido de lo que lo había hecho en toda mi vida. En la oscuridad de la noche alemana, mientras entraba el otoño, este gallego de Marineda le dio candela a aquel Golf mientras, para no caer presa del sueño, arreglaba el mundo con sus dos compañeros de viaje. Al igual que Digna, Francis resultó ser un excelente contertulio, un tipo viajado, culto y afable. Hablamos de música, de periodismo, de fútbol, de paternidad… Cada vez que levantaba un poco el pie para no coquetear con la muerte en las curvas, el Golf parecía quejarse. Aquel cabrón y sus (imagino que unos) ciento ochenta caballos tenían ganas de juerga. Tras dos horas tumbando aguja, el recorrido se complicó a la altura de Stralsund, justo cuando enfilábamos la Isla de Rugen. Pasamos de dos carriles en cada sentido, asfalto impoluto y rectas de varios kilómetros, a una carretera secundaria estrecha y sinuosa, sin arcén y con una interminable hilera de árboles a cada lado de la calzada. El lugar perfecto para medir mal la frenada y estamparse en mitad de la nada. Levanté el pie. Los párpados me pesaban como un saco de arena pero levanté el pie y me esforcé en mantener la concentración. Para entonces la conversación había decaído bastante. De repente me encontré con una valla luminosa que ocupaba todo nuestro carril con un letrero en alemán, idioma que por supuesto no hablábamos ninguno de los tres. Me detuve. El Google Maps (recurrí a él en vista de que el GPS de alquiler se resistía a ayudarnos) no contemplaba ninguna ruta alternativa. O continuábamos, o allí terminaba nuestro aventura. Por descontado, no había un alma por allí. Ni una tienda, ni una casa, ni nada de nada. Eran casi las tres de la madrugada en cualquier caso, tampoco podíamos despertar a un paisano de la Pomerania Occidental para que nos tradujese una señal, ¿no les parece? Así que tomé la decisión de seguir. Al principio, muy despacio, pendiente del camino. Pero tres, cinco, ocho kilómetros más adelante, ya había recobrado el ritmo y olvidado el cartel luminoso. Y de pronto lo vi. Un badén descomunal en mitad de la carretera. Ahí, a unos pocos metros, de nosotros. Sin que frenar a tiempo fuese siquiera una opción remota.

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«¡Agarraos!», grité mientras levantaba el pie del acelerador y sostenía el volante recto con la mayor firmeza que pude. A Francis y a Digna apenas les dio tiempo de salir de su letargo. Pensé que nos íbamos a tomar por saco, que destrozaba la suspensión, que daríamos tres vueltas de campana y estamparía el golf contra uno de aquellos árboles, pero, tras la inevitable sacudida, el coche superó el obstáculo contra todo pronóstico. «¿Estáis bien?», pregunté. Dos voces débiles respondieron afirmativamente. Después los tres estallamos en sonoras carcajadas. Aquello era cada vez más difícil de contar… Eran las tres y media cuando mi móvil proclamó que habíamos llegado a nuestro destino. A esas horas, el empedrado acceso al Grand Hotel Binz olía a victoria épica en la final de la Champions. Sin embargo, faltaba un último detalle: Teresa nos había dicho que no habían conseguido sitio en el mismo hotel para todos los que viajábamos. Y entre los perjudicados, al parecer, estaba Francis. Hasta ese momento aquel había sido un problema menor. Además, en mi estulticia característica, yo daba por hecho que el fotógrafo tenía un planning de viaje como el mío y sabía dónde iba a pernoctar. Pero no era el caso. Por supuesto que no. Cuando le explicamos (en inglés) la coyuntura al recepcionista y le preguntamos por el hotel «más próximo» (eran, por lo visto, palabras de Teresa), su respuesta resonó en el hall como la voz en off de una peli de Scorsese: «Hay como veinte de hoteles en el pueblo. Este es un pueblo turístico. Todos están cerca, a no más de cinco minutos de aquí». Le dije a la pobre Digna que se fuese a dormir. Y me negué a dejar solo a Francis vagando por Binz casi a las cuatro de la madrugada en busca de su maldito hotel. «Ninguno es de esta categoría. Y me temo que estarán todos cerrados a estas horas, señor». La cara del recepcionista era un poema de Bécquer. Ven, muerte, etcétera. Entonces vi una F como inicial de una de las personas alojadas por Iberdrola en la lista de los que todavía no se habían registrado. Y reparé en que, aunque me había dicho que había nacido en Londres, Francis tenía rasgos orientales. «¿Cómo te apellidas, tío?» «Twang… ¿Por qué?» «Me cago en todo, joder, porque voy a matarte este es tu puto hotel». No sé ni la cara que puso Francis al comprobarlo. Yo ya había recogido mi llave e iba camino del ascensor.

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Un ratito después de aquello, a las siete en punto para ser excatos, sonó la alarma del mi teléfono. Creo recordar que volví a verbalizar una deposición en todo lo terrenal y, acto seguido, comprobé las fabulosas vistas al bosque que había desde mi habitación, enorme aunque quizá algo anticuada para lo que (desde la ignorancia) esperaba de un cinco estrellas. Con toda la entereza que confiere una buena ducha aunque hayas dormido muuuuuy poquito, asomé por el buffet del desayuno, donde por fin me encontré con Rafa, mi cámara. Y allí sí, allí por fin disfruté. Unos diez minutos, quince todo lo más, pero gocé como un cerdo en un lodazal. Puede sonar muy paleto, pero, insisto, me pierden los buenos desayunos de hotel. Todas esas cosas que en casa nos da pereza preparar, y allí uno encuentra listas, esperando a ser degustadas. Engullí cuanto pude y saludé arqueando apenas las cejas (pues no tuve la boca vacía en ningún momento) a Digna y Francis, que no tardaron en aparecer. A las ocho menos cuarto estaba, aún acabando de tragar un croissant con mermelada, a la puerta del hotel, donde compañeros andaluces y vascos ya comentaban divertidos nuestra odisea con la gente de Iberdrola. Todo muy muy gracioso. No te jode.

Bien. Estábamos allí para trabajar después de todo, así que un autobús nos trasladó a las oficinas de la compañía en el puerto de Mukran-Sassnitz. Tras un empacho de vídeos e instrucciones de seguridad, empezaron las prisas: nos cambiamos de calzado, nos pusimos el chaleco y el caso, y volvimos a coger el autobús, esta vez para ir al muelle, donde la mitad de los presentes embarcamos en uno de los transportes diarios al parque de Wikinger. Dijeron que la travesía duraba poco más de una hora. Tardamos dos en llegar… En principio, las muy estrictas normas nos impedían grabar en la cubierta del ferry, no podíamos salir de la cabina que, dicho sea de paso, tenía unos butacones abatibles que harían sonrojar a los de Iberia Exprés. Pero tras una breve negociación con Thanos, ingeniero de Iberdrola y nuestro Cicerone a bordo, todo se limitó a lo que en Galicia llamaríamos tener sentidiño: no acercarse demasiado a las barandillas, seguir las instrucciones de la tripulación y comportarse como gente civilizada.

Aunque el parque estaba aún en construcción y no vimos ni un solo aerogenerador, el área que ocupaban las jackets, casi 35 kilómetros cuadrados, impactaba bastante. Nos acercamos a una de ellas para comprobar sus dimensiones y nos cruzamos con uno de los barcos-grúa que las instalaban en el mar. Hacía una mañana espléndida en el Báltico, y Rafa y yo aprovechamos para acumular buen material de recursos y entradillas a cámara. También cuando nos acercamos hasta la subestación Andalucía, el corazón de Wikinger, el lugar que canalizará toda la energía de los 70 molinos que a finales de 2017 comenzarán a surtir de electricidad a unos 300.000 hogares alemanes. El viaje de vuelta al puerto lo hice recostado en uno de aquellos maravillosos asientos. No tardé ni dos minutos en quedarme frito. Cuando volví a abrir los ojos ya teníamos Sassnitz a la vista. Y al desembarcar se produjo el momento glorioso de la jornada. Ansioso por poderse fumar un pitillo casi cinco horas después, Rafa tocó por error donde no debía y, rodeado de periodistas, ingenieros y demás componentes de la expedición, empezó a inflarse como un muñeco Michelín. Poco a poco, las distintas partes de su chaleco salvavidas fueron saltando al tiempo que lo sacudían. Como si diminutos explosivos estratégicamente situados hubiesen explotado en cadena provocándole pequeñas descargas. De entrada hubo quien pensó que lo había hecho a propósito, quizá porque yo no pude evitar descojonarme y empezar a lanzarle fotos. Pero Rafa aún no se había hinchado del todo cuando la estupefacción inicial había mutado en despiporre. «Podéis estar tranquilos si os caéis al mar, que estas mierdas funcionan», acertó a decir con su acento de Moratalaz. Genio. Ídolo

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Una vez conseguimos dejar de reírnos, nos subimos al autobús y regresamos a la nave de Iberdrola, donde engullimos (de manera literal) unos canapés de carne cruda y algo de fruta, nos cambiamos el calzado, dejamos los cascos… y nos subimos a un helicóptero. En mi caso, por primera vez en mi vida. No había tiempo que perder porque la tarde se nos echaba encima y, aunque el paseo hasta wikinger era mucho más ágil en el chopper, había que hacer más viajes porque sólo podíamos ir en grupos de cinco. Desde arriba la perspectiva del parque eólico resultaba mucho mejor, sus 35 kilómetros cuadrados lucían en todo su esplendor y la subestación Andalucía emergía como el islote nodriza. Cuando los aerogeneradores estén girando en cosa de un año, la vista será sin duda espectacular. Tras un vuelo de lo más apacible, intercambiamos posiciones con otros cinco compañeros y volvimos a ponernos el equipamiento de seguridad antes de grabar unas muy arriesgadas entrevistas… en el puerto. Disculpen la ironía. Se agradece que alguien vele por tu integridad física, por supuesto. Pero doce horas antes yo estaba cruzando Alemania a la velocidad de la luz en un coche alquilado por Iberdrola. Digamos que la experiencia estaba siendo interesante y paradójica a partes iguales. Y dejémoslo ahí.

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Eran las siete de la tarde cuando el autobús nos dejó a la puerta de un hotel. Digo bien, un hotel. No nuestro hotel. Al parecer el conductor y el responsable de la expedición no habían hecho muy buenas migas ya el día anterior, en ese trayecto desde Berlín que yo me había perdido. El caso es que Dieter, o Klaus, o Hans, pongamos que se llamaba Hans, estaba convencido de que el empedrado que llevaba hasta el Grand Hotel  Binz no se iba a llevar bien con la suspensión de su vehículo, y que la calle era muy estrecha en cualquier caso. Total, que estábamos alojados en un hotel de cinco estrellas pero para llegar hasta allí tuvimos que caminar diez minutos cargados con todo el material. Había llegado a un punto en que pensaba que ya nada podía sorprenderme en aquel viaje. Pero cuando nuestro cicerone de Iberdrola soltó la siguiente bomba estuve a punto de derrumbarme: a Hans no le cuadraban las horas del regreso a Berlín a la mañana siguiente. Él era un conductor prudente y responsable y blablabla, así que en lugar de partir de Binz a las ocho, como teníamos previsto, había decidido de manera unilateral adelantar la salida a las seis para que estuviésemos en el aeropuerto con margen suficiente para escribir una novela o algo así… Como por lo visto el que mandaba allí era Hans y los que lo habían contratado no podían exigirle siquiera que cumpliese con lo pactado, mi humor sufrió un nuevo uppercut en la mandíbula. Lo de dormir dos horas menos conllevaba un terrible perjuicio añadido: nada de buffet. El desayuno del lujoso hotel del que saldríamos cargados en mitad de la noche para caminar otros diez minutos hasta el puto autobús de los cojones no empezaba hasta las siete.

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La cena estuvo bien. Seamos justos, estuvo muy bien. Estuvimos deambulando por las cuatro calles de Binz como media hora hasta dar con el sitio reservado pero no hubiera podido ser de otro modo. Cuando nos sentamos he de reconocer que la comida estaba sabrosa (spaghetti won’t ever let you down) y no nos faltó cerveza. Fueron un par de horas agradables, que redondeamos con un par de copas en el bar del hotel, el único lugar que no estaba cerrado a eso de las diez de la noche. Aún diré más: el barman, griego como el bueno de Thanos, sabía hacer su trabajo. Me sirvió dos de los mejores ron-cola que recuerdo. Había un piano y todo. Lástima de una guitarra. Me hubiese venido arriba con facilidad. Pero hubo que subir a dormir. Poco más de cuatro horas. No sin antes hacer la buena obra del día: asegurarme de que la muy amable y eficaz gerencia del Grand Hotel Binz nos tenía preparadas para las seis menos cuarto de la mañana unas bolsas de desayuno. Nada de huevos revueltos ni quesos surtidos, ni salchichas calientes, ni un buen café, claro. Pero al menos conseguí algo. Porque si no sale de mí nos metemos con Hans cuatro horitas de bus hasta Berlín en ayunas…

Si has leído hasta aquí no te sorprenderá en absoluto si digo que el miércoles por la mañana también pasó algo. Y no, no tuvo nada que ver con el desayuno. En recepción encontramos al bajar unos paquetes muy completos con sándwiches vegetales, zumo, agua mineral, fruta, una chocolatina y ¡un huevo cocido! Con su cáscara y todo, allí en mitad del surtido… El problema fue que Digna se quedó dormida. Y Hans daba el perfil de ser un tipo poco razonable con los retrasos. Hubo quien arrancó hacia el lugar donde nos esperaba el autobús, y quien se quedó a esperarla conmigo. Pero acabamos por juntarnos otra vez porque, en plena noche y sin guía de ningún tipo, los menos solidarios no sabían encontrar el camino correcto. Digna bajó con la cara descompuesta pero, al fin, a eso de las seis y cuarto estábamos todos en manos de Hans y camino al aeropuerto de Tegel.

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Dormí la mayor parte del trayecto. No porque el autobús fuese especialmente cómodo, pero lo cierto es que dormí. Cuando abrí los ojos ya había amanecido y me alegré la vista con imágenes como esta de arriba. Por enésima vez lamenté las condiciones insólitas de un viaje que pudo haber sido muy placentero e igual de productivo en lo profesional. Llegamos a Berlín con tiempo de sobra para disfrutar de una anodina terminal en la que, por no haber, no había ni tienda duty free. El vuelo fue igual de cómodo que el de ida, aunque volvió a vencerme el sueño. Liberado de tensión, mi cuerpo empezaba a pasarme factura.

El último susto nos lo llevamos en Barajas. Nuestro enlace de regreso a Coruña era con Air Europa, y al llegar al mostrador nos dijeron que el vuelo estaba ya completo. Por lo visto debíamos haber obtenido nuestra tarjeta de embarque a través de la web el día anterior. Qué irresponsabilidad la nuestra. ¡Cómo se nos pudo ocurrir salir a cenar la noche anterior en lugar de ir en busca de un ordenador y una impresora a lo largo y ancho de la Pomerania Occidental! Al final nos dieron asiento y, contra todo pronóstico, este resultó el más cómodo y espacioso de los cuatro vuelos que tomé esos días. Lo han adivinado: volví a quedarme dormido. Desperté justo a tiempo de apreciar en toda su belleza la ría de mi ciudad y tomar tierra para abrazar a mi mujer y a mis hijos, que estaban esperándome.

En los días siguientes preparé dos pequeñas crónicas para TVG. La primera se emitió ya el jueves 22 de septiembre. La segunda, el sábado 24.

 

 

 

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