Agárrate fuerte a mí… Carmelita

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Negar la evidencia es quizá el más absurdo de los comportamientos humanos. No me consta que fuese el caso de Enrique Urquijo, de cuya muerte acaban de cumplirse 20 años ya. Pero resulta que en la que pasa por ser su biografía autorizada, Adiós Tristeza, de Miguel Ángel Bargueño, se define Agárrate a mí, María ya no como «su última gran composición», sino como la que describe su propia vida de una manera más «explícita y descarnada». Y por ahí no voy a pasar, amigos. Porque la canción no es suya. Reconocer que se trata de una versión admite tan poca discusión como decir que Miña Terra Galega de Siniestro Total es también un (fantástico y retranqueiro) cover del Sweet Home Alabama de Lynyrd Skynyrd, donde el cielo pasa de azul a gris, la lluvia es arte y Dios se echó a descansar. Pero hoy me he levantado empírico, así que podemos empezar por escuchar lo que ya es un clásico de Los Secretos (una cosa no tiene que ver con la otra)

Les quedó muy bonita, es verdad. Aunque, puestos a elegir una interpretación en castellano, me quedo con la de Antonio Vega (que en cierto modo era casi más hermano de Enrique que el propio Álvaro Urquijo) para el disco de homenaje al autor de Colgado, La Calle del Olvido o Pero A Tu Lado (estas sí son suyas, qué duda cabe).


Vale. La canción va por el libro: una melodía hermosa y melancólica de reminiscencias mejicanas, una historia cargada de dramatismo sobre alguien en problemas, y esa llamada de auxilio/consuelo/refugio del estribillo en el que el protagonista le pide a María que lo estreche entre sus brazos. Los Secretos grabaron Agárrate A Mí, María básicamente para que hasta sus seguidores más acérrimos se gastasen los cuartos en su álbum Grandes Éxitos (1996). Una práctica habitual, la de añadir material inédito a los recopilatorios, inventada (como casi todo) por Bob Dylan. La jugada salió rentable: 450.000 copias despachadas. Eran otros tiempos… También la canción en sí se había compuesto en otro tiempo. En concreto allá por 1972, cuando Warren Zevon trataba todavía de abrirse camino en la música y se la cedió a Murray McLauchlan, que fue el primero en grabarla, para su álbum de debut. María entonces se llamaba Carmelita.

 

¿Qué cuenta la letra? Pues la historia de un yonqui metido en líos, que deambula por Los Ángeles con un mono como un piano de cola. A su chica, para más inri, le acaban de cortar el grifo del subsidio. En el estribillo, él le pide a ella que lo abrace lo más fuerte que pueda. ¿Os suena de algo? Cuando a Enrique Urquijo le dio por homenajear a su hija María, que tenía menos de dos años, de Carmelita circulaba ya un buen número de lecturas. Entre ellas, la de su verdadero autor, que la despachó allá por 1976.

Si uno atiende a los gustos estéticos y musicales de los hermanos Urquijo a lo largo de su carrera al frente de Los Secretos, sería fácil apostar a que fue la Carmelita de Linda Rondstat la que cautivó a Enrique. En Simple Dreams (1977), su octavo álbum de estudio, la chica de Tucson, Arizona revisitó dos canciones de Warren Zevon, entre ellas la que nos ocupa:

A mí me gusta mucho más una versión posterior, aunque todavía anterior a Agárrate A Mí, María: la que registraron en 1992 dos capos como Flaco Jiménez y Dwight Yoakam.

 

Pero la que rompió el molde fue la de Willy DeVille, que la cantaba como si conociese a Carmelita en persona. Como si fuese la misma chica colgada que había inspirado su Mixed Up, Shook Up Girl:

El hecho de que Enrique Urquijo convirtiese a Carmelita en María, su propia hija, multiplica el impacto emocional de su versión, es un tanto a su favor indiscutible. Pero creo que nunca debió firmar el tema como propio en los créditos del disco. Entre otras cosas, porque para entonces Warren Zevon no era quizá una superestrella pero sí un músico reconocido. Un artista al que, por lo que cuenta el maestro Diego A. Manrique, Enrique admiraba. Y los artistas, Zevon, Urquijo, todos ellos, merecen respeto. Estoy seguro de que, allá arriba, ya lo han solucionado entre ellos. Y hasta de que coinciden en que Antonio y Willy la cantaban mejor.

Rock & Ring VIII: Winners Never Quit, Quitters Never Win (Rocky Marciano)

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La Roca de Brockton, la máquina de pegar, el hombre que llamaba Suzie Q a su golpe más devastador, el último gran campeón blanco de los pesados, el ídolo del pueblo, el mito que se retiró invicto y en la cima. Rocco Francis Marchegiano colgó los guantes en 1956 con 33 años y un palmarés que solo ha sido capaz de superar Floyd Mayweather más de medio siglo después: 49 victorias en 49 combates como profesional.

Nacido en 1923 en el seno de una familia de inmigrantes italianos, el primer amor de Rocco fue el béisbol. Aún no tenía 20 años cuando fue llamado a filas para servir en la Segunda Guerra Mundial. Destinado en Swansea, Gales, el joven Marchegiano contribuyó al envío de suministros hacia Normandía a través del Canal de la Mancha. Tras completar su formación militar en Washington al terminar la guerra, volvió a probar como catcher en la cantera de los Chicago Cubs pero descubrió que no era lo suficientemente bueno: los técnicos lo descartaron porque su brazo no era capaz de lanzar todo lo fuerte que debía. Curioso, si tenemos en cuenta que acabó haciendo de la fuerza su modo de vida: con apenas 1,79 metros de altura, fue casi un peso medio reinando entre los pesados, el gran campeón con mayor desventaja en altura y peso ante la mayor parte de sus oponentes. Fue entonces cuando decidió americanizar su nombre y dedicarse por completo al boxeo.

Rocky Marciano ganó sus primeras 16 peleas por la vía rápida, todas antes del quinto round. Combinaba un estilo intenso, implacable, con una gran resistencia y una mandíbula de hierro. Fue uno de los máximos exponentes de una época en que querer aún era poder, y un muchacho de clase obrera cuyos padres habían desembarcado en Ellis Island podía hacer realidad el mito del sueño americano si aceptaba las reglas del juego en lugar de rebelarse contra ellas, como hicieron las generaciones que vinieron después. Por poner solo un ejemplo, Rocco jamás habría rechazado la llamada del Tío Sam como sí hizo el único púgil que le gana en celebridad, Muhammad Ali. Cada uno era hijo de su tiempo.

Cuando en octubre de 1951 noqueó a su ídolo de la infancia, un Joe Louis en el ocaso de su carrera, Rocky acumulaba ya 37 combates sin mácula. Las crónicas cuentan que se echó a llorar tras el KO técnico con el que puso fin a la pelea en el octavo asalto. Pero no fue hasta su cuadragésima tercera, en septiembre del año siguiente, cuando levantó el cinturón al tumbar a Jersey Joe Walcott en el décimo tercer asalto de una velada épica en la que La Roca besó la lona por primera vez en su carrera, y evitó que Walcott se impusiera a los puntos con un directo al mentón que supo colocar justo a tiempo. Tras defender su corona seis veces en tres años, Marciano colgó los guantes en abril de 1956 con un récord de 49-0 y 43 triunfos por KO. Le llovieron las ofertas y siguió bajo los focos de la opinión pública (que lo adoraba) en calidad de actor eventual, comentarista de televisión o socio de una cadena de restaurantes (italianos, naturalmente).

Rocky Marciano Defeats Jersey Joe Walcott

En 1969 falleció en un accidente de avioneta, víctima de una noche con meteorología adversa y las limitaciones de un piloto no demasiado experto. Tenía 45 años y aquello no hizo sino agigantar su leyenda. En 1975, Ray Frushay, un cantante country de poca monta, grabó un tema original de Lee Ofman titulado Winners Never Quit, Quitters Never Win (los ganadores nunca se rinden, los que se rinden nunca ganan). Lo hizo en homenaje al campeón del pueblo, al hombre cuyo coraje inspiró otro Rocky, otro mito, este del cine: el de la saga protagonizada por Sylvester Stallone del que (pese a su progresiva decadencia) me declaro también incondicional.