Angelina

Allá por 1981 volvieron a darlo por acabado. Otra vez más. Tenía 40 años y llevaba los tres últimos cantándole a su nueva fe en Jesús, a razón de disco por año. El que cerraba la trilogía fue, con diferencia, el más flojo de la trilogía. Shot Of Love presumía de tener unos créditos de lujo (Ringo Starr, Ron Wood, Benmont Tench, Donald Dunn, Jim Keltner…), pero muchas de las canciones no parecían a la altura de su autor. Y las pocas que daban la talla asomaban como a medio terminar, tullidas como resultado de un proceso de grabación y producción errático, interminable, nefasto… Diez años después (tras su enésima resurrección artística) supimos que el cabrón nos la había vuelto a jugar. Que los mejores temas grabados durante aquellas larguísimas sesiones habían sido finalmente descartados. Y no fue hasta entonces, gracias a la primera entrega de las (benditas) Bootleg Series (1991), que descubrimos Angelina, una de sus piezas más hipnóticas, conmovedoras y literariamente imbatibles. Cargada de imaginería bíblica y descripciones poderosas. Si esta canción no despierta tu interés en Bob Dylan, nada lo hará.

«He puesto todo de mi parte para llegar a amarte pero éste es un juego al que ya no puedo jugar más. Tu mejor amigo y mi peor enemigo son la misma persona, Angelina (…) Veo desfilar hombres despedazados, intentando tomar el Cielo por la fuerza. Puedo ver al Jinete Desconocido y al pálido Caballo Blanco. En el nombre de Dios, dime qué es lo que quieres y lo tendrás. Tan sólo da un paso al frente, atraviesa un camino de derrota, asciende la escalera en espiral, deja atrás el árbol que humea y el ángel de las cuatro caras que pide misericordia divina mientras llora en lugares malditos. Oh, Angelina…»

Los huevos de Jagger y su espíritu errante

 

 

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«Los discos de Mick Jagger en solitario son una mierda». Aquel tópico ya era de por sí bastante injusto, porque aunque She’s The Boss (1985) tenía difícil defensa, en Primitive Cool (1987) había un ramillete de canciones excelentes (víctimas, eso sí, de los excesos de producción de aquella década). ¿Pero acaso Throwaway no es un cañonazo? ¿Y qué decir de Radio Control, Shoot Off Your Mouth, Say You Will, o de la deliciosa Party Doll?

 

 

«Cualquier álbum de Jagger por su cuenta es peor que cualquiera de los Stones; en cambio, los de Keith Richards sí son discos de primer nivel, auténticos, orientados al blues, que es lo que le gusta en realidad, y blablabla…» Este segundo aforismo del tres al cuarto nació al amparo del notable Talk Is Cheap (1988) de Keef, pero ya empezó a cheirar a partir de Main Offender (1992), que no aportaba nada nuevo y se iba desinflando a medida que uno avanzaba en su escucha. Tuvo que ser más o menos entonces cuando a Mick se le hincharon las narices y marcó el teléfono de Rick Rubin. A día de hoy, la del productor de Long Beach habría sido una apuesta sobre seguro. Pero cuando acometió el monumental Wandering Spirit (1993), Rubin no había empezado a grabar todavía el exhaustivo testamento sonoro que son las American Recordings (1994-2002) de Johnny Cash. Ni le había arrojado a Tom Petty ese salvavidas rutilante titulado Wildflowers (1994), al que siguieron -sin bajar el nivel- la banda sonora de She’s The One (1996) y Echo (1999). Tampoco había dejado su sello en Car Wheels On a Gravel Road (1998), el mejor trabajo de Lucinda Williams. Por supuesto, Rubin tampoco había tomado parte aún en el que quizá sea el último gran elepé de los Jayhawks, Rainy Day Music (2003), ni devuelto a la vida todavía al bueno de Neil Diamond a través de sus 12 Songs (2005)… No, por aquel entones, los únicos avales rockeros del barbas (al que le iban más el metal y el hip hop) eran Shake Your Money Maker (1990), el disco de debut de unos imberbes Black Crowes; y Blood Sugar Sex Magik (1991), la obra que convirtió a los Red Hot Chili Peppers en estrellas internacionales. Pero Mick Jagger tenía acumulado material de primera y no dudó en a quién tenía que llamar para pulirlo y sacarle el máximo provecho. Y el paso del tiempo no ha hecho sino darle la razón, porque Wandering… no es solamente el disco más sólido (de largo) y completo de un stone en solitario, sino el mejor en el que Jagger ha tomado parte desde Some Girls (1978). Eso por lo menos.

 

 

La cosa arranca con el rock sin miramientos de Wired All Night, que no es Brown Sugar ni Start Me Up, pero gasta la pegada de otros temas que los Stones han exprimido con inteligencia en las últimas décadas, como Flip The SwitchYou Got Me Rockin’. Continúa con el que fue el single de presentación, Sweet Thing, para mí gusto el tema más flojo de todo el álbum: un ejercicio a medio camino entre el funk y el rollo disco de Miss You pero sin la magia de esta (aunque con falsetes por el estilo y considerable difusión en las radiofórmulas de la época). Out Of Focus recupera el pulso con un irresistible aire gospel que la emparenta con los días de Shine A Light y, a la vez, tiene un regusto que me transporta a algunos temas del Prince de aquellos años, como Cream. Jagger empieza acomodado sobre el piano saltarín de Billy Preston y se desata cuando irrumpe el resto de los instrumentos, entre los que destacan el bajo de Flea, invitado por Rubin, y el órgano hammond de Benmont Tench.  Don’t Tear Me Up es una de esas baladas que van ganando músculo con cada estrofa, tan características de nuestro hombre, que no por pisar terreno conocido deja de entregar una interpretación de altísimo nivel. La intensidad dramática se transforma en energía juguetona en la divertida (y muy stoniana) Put Me In The Trash, que Jagger firma a medias con Jimmy Rip, guitarrista de Paul Collins & The Beat y, posteriormente, de Television. Lo que sigue es una respetuosa versión del Use Me de Bill Whiters en la que Mick comparte el micro con Lenny Kravitz y demuestra que él también tiene el alma teñida de negro. Hay que escuchar el disco para comprobarlo, pero en la amalgama de sonidos que habitan Wandering… encaja a la perfección la zambullida en el country que supone Evening Gown, la mejor canción de todo el disco, con Jim Keltner a la batería y un majestuoso solo de pedal steel a cargo de Jay Dee Maness. Una pieza lenta incontestable e impoluta, que sale bien parada de la comparación con Wild Horses o cualquier otra joya pretérita que se nos venga a la cabeza. De vuelta al rock más académico, Mother Of A Man dibuja fraseos marca de la casa y un pulso entre la armónica de Jagger y las guitarras de Rip y Brendan O’Brien. No hay tregua porque enseguida arranca Think, segundo cover del álbum, un viejo clásico de rythm & blues firmado en 1957 por Loman Pauling y sus 5 Royales. A diferencia de en Use Me, aquí el arreglo se distancia mucho del original y se acerca más al de James Brown para abrazar con descaro frenéticas texturas funkies. Pero la fiesta no ha terminado, ni muchísimo menos. Suena Wandering Spirit, el tema que da título al disco, y lo que de entrada parece un boogie más o menos reposado se va transformando en una pieza descarnada de folk-rock dylaniano, en la línea de Maggie’s Farm o Tombstone Blues. Si no fuese porque Evening Gown es insuperable, Hang On To Me Tonight sería la mejor balada del álbum. Pero ha de conformarse con ser una de las cuatro o cinco mejores escritas por su autor a lo largo de su carrera: maravillosa. Hay tiempo todavía para otra versión, el I’ve Been Lonely Too Long grabado por The Young Rascals en 1967, aunque con un toque mucho menos motown que el que Jagger le imprime. Sí, he dicho motown. De eso también hay en esta obra maestra. Por haber, hay hasta una hermosa composición de aire medieval, Angel In My Heart, en la que Billy Preston reaparece para tocar el clavicordio. Por último, sin abandonar el mismo tono retro, Mick Jagger se atreve con Handsome Molly, una canción tradicional (¿irlandesa? ¿de los Apalaches?) en la que se acompaña únicamente del violín de Robin McKidd.

 

Tras Wandering Spirit, Mick Jagger regresó con los Stones para firmar, ahora a medias con Ricahrds, otro disco a reivindicar, Voodoo Lounge (1994). Sin nada ya que demostrar, hubo que esperar hasta 2001 para que decidiese a grabar una vez más por su cuenta y facturase Goddess In The Doorway, un disco más ambicioso pero de mucho menos calado, del que quizá hablemos otro día.

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El premio Nobel y su célebre falta de empatía

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Verán, Dubuque es algo así como la décima ciudad más grande del estado de Iowa. Lo que, desde luego, no la convierte en grande en modo alguno. Su población lleva décadas estabilizada en torno a los 57.000 habitantes. Su mayor atracción son sin duda los Santos Guerreros, el equipo de hockey sobre hielo juvenil, que compite en la USHL «la más importante liga amateur» del país… La mayor empresa de Dubuque es la sucursal de John Deere, en la que curran unas 2.400 personas. Desde 2004 no hay ninguna televisión local, pero sobreviven tres emisoras de radio generalistas y el Telegraph Herald, un diario con una tirada de 30.000 ejemplares…
Es decir, que cuando el martes 12 de noviembre de 1996 el (ya entonces) legendario Bob Dylan se presentó con su banda en el Five Flags Center Arena (el mayor auditorio local, construido veinte años antes, con capacidad para algo más de cinco mil espectadores), probablemente el tiempo se detuvo en todo el maldito condado; el sheriff dejó el teléfono de la comisaría descolgado; y el arzobispo (porque, al contrario que en el resto del estado, los católicos son mayoría en Dubuque y tienen su propia diócesis) suspendió los servicios religiosos del día. Que no creo que fuesen demasiados…
Y lo cierto es que Dylan estaba entonces en buena forma y no defraudó. Tony Garnier (bajo), J.J. Jackson (guitarra), Bucky Baxter (guitarra steel) y David Kemper formaban una banda sólida, más solvente que vistosa, como le gusta al Nobel de Literatura. Este concedió además bastantes de sus grandes éxitos y prolongó su actuación durante más de dos horas. Pero, si no son ustedes fanáticos, se pueden ahorrar la primera, háganme caso. Desplacen el cursor en concreto hasta el minuto 58, que es cuando se desata el infierno. O la gloria, depende de cómo se mire. Porque en la más improbable de las canciones del set, To Ramona, los vecinos más jóvenes de Dubuque se vinieron arriba (literalmente arriba) y empezaron a desfilar por el escenario para bailar, saltar, besar y abrazar al artista, que se lo tomó (en contra de su fama) con muy buen humor. No los he contado pero apuesto a que más de la mitad de la población de una de las ciudades más anodinas de uno de los más anodinos estados de la Unión compartieron escenario aquel día con Bob Dylan. Con el puto Bob Dylan. Compruébenlo por ustedes mismos…

Aquí el concierto completo:

Like A Rolling Stone:

Absolutely Sweet Marie:

 

Highway 61 Revisited:

 

Rainy Day Women:

 

It Ain’t Me, Babe:

 

Ballad Of A Thin Man:

 

Friend Of The Devil (versión de Grateful Dead):

 

To Ramona:

Missin’ John

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Hubo una vez un Gigante que siempre vestía de negro. Lo hacía, según una de sus más célebres composiciones, por los pobres y los hambrientos; por los faltos de esperanza y por todos los que habían muerto creyendo que Dios estaba de su lado. Sus mensajes eran claros, inequívocos: sujeto, verbo y predicado. Nada de artificios. Cuenta la leyenda que la sombra de aquel Gigante nunca dejará de crecer.

Hace ya más de 14 años que El Hombre de Negro se marchó para siempre. El Coloso, el contradictorio, el errático e irrepetible Johnny Cash. Algunos creen que se murió de pena. Es verdad que padecía diabetes mellitus y que su deterioro físico en menos de una década fue estremecedor. Pero también que apenas seis meses antes que él se había ido el amor de su vida, June Carter («a prepararlo todo allá arriba«, en palabras de Bono). El caso es que el dolor acabó de ensombrecer el rostro de Cash, que ya había perdido a su hermano mayor en un accidente doméstico cuando apenas era un crío, y tuvo que crecer ignorado por su padre, que siempre lo culpó de lo sucedido. Sabiendo que la Noche Eterna planeaba sobre él, grabó cuantas canciones tuvo tiempo y fuerzas de grabar en el ocaso de su travesía. La última, apenas tres semanas antes de dejarnos, se titulaba Like the 309, y utilizaba la metáfora de un viejo tren de vapor (símbolo poderoso donde los haya) como la muerte que se acercaba imparable:


Johnny Cash atesoraba dos cualidades musicales que siempre he admirado: una voz inconfundible y rotunda, y una capacidad innata para hacer de lo menos virtud: nunca fue un gran instrumentista, pero sacó provecho de sus limitaciones como nadie y supo esculpir su estilo a partir de ellas. A mayores, navegó siempre entre el recto y piadoso baptista en que su madre se esforzó por convertirlo, y el incorregible pendenciero que su vida artística le llevó a ser. No buscó el equilibrio, Johnny Cash era simplemente las dos cosas a la vez. Y así lo extrañamos.

Katrina, Katrina… (una crónica: I)

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La llamada de mi jefe me sacó de la cama como a las cinco de la mañana. Su voz sonaba impaciente. Tensa.

-La cosa se está poniendo muy fea en Nueva Orleáns. La evacuación de la ciudad ha dejado de ser voluntaria, y puede que se extienda a otras áreas urbanas. Joder, debe de haber decenas de miles de muertos bajo el agua… Tienes un directo para el Telexornal Mediodía ahí desde donde estás; y después un billete de avión desde La Guardia a Houston. Allí te vas a encontrar con Fito y con Kepa, que ya están de camino.

Ahí desde donde estaba era Nueva York, a donde me había trasladado a principios de aquel año 2005 como corresponsal de TVG. Acababa de regresar de mis vacaciones de verano apenas quince horas antes, con un día de retraso por culpa del tráfico aéreo. Y en realidad la situación en el Golfo de México llevaba jodida cerca ya de una semana, pero el Huracán Katrina nos había pillado a todos con el paso cambiado, empezando por el mismísimo POTUS, George W. Bush, cuyo nivel de popularidad se había desplomado. De modo que aquel domingo, 4 de septiembre, empezó para mí con las primeras luces del día, que a duras penas se colaban por la ventana de mi apartamento de la E70th street. Preparé café y abrí el correo electrónico, donde ya tenía las instrucciones pertinentes para reunirme con mis compañeros en el aeropuerto de Houston. «Mete cuanto puedas en el menor espacio posible. No lleves nada que no consideres imprescindible. La idea es que alquiléis un coche y tratéis de llegar a Nueva Orleáns. De momento, no tenéis billete para volver. Dependerá de lo que os vayáis encontrando y podáis hacer al respecto». Por supuesto, a mi madre le encantó el plan cuando la llamé para contárselo. Tampoco tuve mucho tiempo para consolarla porque se me echaba encima la hora del directo.

Anduve todo el día de un lado para otro hasta que salió mi vuelo a Texas, sin dejar de darle vueltas a la cabeza. ¿Me apetecía hacer aquel viaje? Sé que, desde fuera, nuestra profesión tiene un halo aventurero difícil de desmentir, incluso en la cobertura de desgracias como aquella. ¿Acaso me inquietaba el hecho de dirigirme a una zona catastrófica de la que la gente estaba huyendo en masa? Lo cierto es que ni una cosa ni la otra. De lo único que se trataba era de hacer el mejor trabajo posible y poder estar de vuelta cuanto antes. Así de sencillo. No eran, desde luego, unas vacaciones. Pero tampoco, o eso esperaba, la Odisea de Ulises. Mi excitación ante lo que estaba por vivir se diluía en el convencimiento de que cualquier dificultad sería a corto plazo. Dicho de otra forma, el drama les había tocado vivirlo a otros. Cuando Kepa y Fito me recogieron en la terminal del George Bush Intercontinental de Houston (rebautizado en honor del padre del entonces Presidente, y antecesor suyo en el cargo) ya había caído la noche. La pasamos en el Hilton del propio aeropuerto, disfrutando por última vez de habitaciones separadas. Esta es la primera de las crónicas telefónicas que escribí para la  Radio Galega, con la que también colaboraba:

Unha semana despois do brutal impacto do Furacán Katrina sobre o Golfo de México, a cidade peor parada, Nova Orleáns, segue baixo condicións extremas. Malia que ao longo da fin de semana tanto o Centro de Convencións como o estadio Superdome foron prácticamente desaloxados, os helicópteros de rescate aínda traballan a destallo para evacuar os cidadáns que permanecen illados nas súas casas. Neste contexto, a Garda Costeira pediulles aos damnificados que axiten toallas ou prendas de roupa de cores vivas ao paso dos helicópteros para facilitar a súa localización. E é que un deles estrelouse nas últimas horas debido ás complicadas condicións meteorolóxicas nas que se están a desenvolver as tarefas de salvamento. Por fortuna, tanto o piloto como o resto da tripulación puideron ser rescatados por outra aeronave que percorría a mesma ruta de búsqueda. O nivel das augas, que cada día que pasa están máis contaminadas, mantense nos mesmos niveis e, o que é aínda peor, non se prevé que baixe en varias semanas. Neste escenario, o mellor que lle pode suceder canto antes a Nova Orleáns é converterse canto antes nunha cidade deserta.

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Contra todo pronóstico, dormí como una marmota. Por la mañana, cumplimos con la máxima de desayunar hasta hartarnos. En el parking del hotel nos esperaba un Ford Explorer con el depósito lleno. Nuestra primera parada, el  viejo Astrodome, el primer estadio multiusos del mundo, entonces ya en desuso.

Allí se hacinaban miles de personas evacuadas, camastros y mantas se extendían por todo el estadio. Sentados, tumbados o deambulando como sonámbulos entre aquel campamento improvisado y los baños del estadio, los supervivientes del Katrina apenas abrían la boca. Fuera, las unidades móviles habían tomado el aparcamiento y la actividad era frenética. Hicimos dos enlaces a lo largo de la mañana y entre medias grabamos cuanto pudimos. Unos tipos habían conducido desde el sur de California para repartir Biblias entre los refugiados. El ex congresista e histórico activista por los derechos civiles Jesse Jackson también apareció por allí.

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Además de las conexiones en directo, debíamos preparar pequeños reportajes con el equipo que yo utilizaba habitualmente en Nueva York: una cámara mini dv y un ordenador portátil que tenía instalada una de las primeras versiones del programa de edición Avid. En realidad, nos organizamos como lo hubiésemos hecho en casa: Fito grababa, Kepa hacía las gestiones para llevar a cabo los envíos y yo redactaba y editaba las piezas. Lo extraordinario de todo aquello era el material con el que trabajábamos.

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Acabada la faena por ese día, hicimos una parada de aprovisionamiento y pusimos rumbo al este en el Explorer. Mientras Fito y Kepa llenaban el maletero con garrafas de combustible, un generador eléctrico y comida no perecedera, yo compré a precio de baratillo la que sería banda sonora de nuestro viaje: los maravillosos Goats Head Soup de los Stones y An Afternoon In The Garden de Elvis. También llamé a la radio para dar el parte de la jornada:

George Bush pasa polo momento máis delicado desde que asumiu a presidencia dos Estados Unidos. Á extrema gravidade do sucedido e do que está a suceder engádense agora as críticas cara á súa xestión da catástrofe, críticas que proceden de todos os eidos: desde afectados directos polo Katrina á clase política, pasando pola práctica totalidade dos medios de comunicación norteamericanos. Sobrepasado polos acontecementos, Bush visitou a zona máis afectada por segunda vez nos últimos catro días, nun intento por demostrar que, aínda que tarde, acabará por ter a situación baixo control. «Temos moito traballo por facer», dixo o Presidente. Mentres, aquí en Houston, continúa o goteo de evacuados procedentes do estado de Louisiana, uns cinco mil diarios. Dos case douscentos cincuenta mil que se calcula que chegaron a Texas, a maior concentración  dase no estadio Astrodome, no que estivemos hoxe. Alí unhas 12.000 persoas están a recibir o subministro básico de auga, alimentos e refuxio. As principais compañías de comida rápida do país puxéronse a disposición dos refuxiados que, tal e como seguen as cousas nos seus vellos fogares, pódense considerar afortunados. Con todo, a situación de moitos deles é dramática. Deambulan polas inmediacións do recinto coa mirada perdida ou preguntando con desesperación por familiares cuxas fotos amosan ás cámaras e dos que nada saben. Os expresidentes Clinton e Bush pai, que coordinan o continxente de axuda privada, coincidiron no Astrodome co activista e excongresista demócrata Jesse Jackson.

Pero en realidad nuestro día acababa de empezar. Teníamos más de 350 millas por la interestatal 10 hasta nuestro objetivo. Ignorábamos si seríamos capaces de llegar hasta allí. Así que el plan era sencillo: hacer noche lo más cerca posible de Nueva Orleáns y partir de cero otra vez a la mañana siguiente. Sin embargo, pecamos de optimistas. Estábamos ya cerca de Baton Rouge cuando comenzamos a buscar alojamiento. Y lo que nos encontramos fueron moteles convertidos en astrodomes en miniatura: desbordados de gente que había huido de sus casas. No vacancy anywhere. Llevábamos muchas horas en pie y hacía rato que el sol se había ocultado. Podíamos para en un área de descanso y dormir en el Explorer o deshacer parte del camino y seguir probando suerte. Ninguna de las dos opciones me seducía lo más mínimo. Pero decidimos volver. Preguntamos al menos en una docena de establecimientos, cada vez más desanimados, cada vez más lejos del lugar al que nos dirigíamos. Por fin, en el más cutre de todos, un motel antiguo y medio destartalado, no adscrito a ninguna cadena conocida, nos ofrecieron una habitación doble para los tres. Eso nos garantizaba una ducha, un techo y un 66,67 por ciento de posibilidades de dormir sobre un colchón a cada uno de nosotros. Nos quedamos la habitación con la euforia de quien encuentra un billete premiado en la lotería. Compramos cervezas en el bar más cercano y echamos a suertes quién disfrutaba de las camas: a Kepa le tocó saco de dormir sobre la moqueta. Habíamos retrocedido unas sesenta millas, casi una hora de camino, hasta cerca de Lafayette. Pero aún así estábamos a dos horas escasas de la zona cero del Katrina.

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Rock & Ring VI: Iron Mike’s Main Man’s Last Request

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En mi caso, todo empezó con Mike Tyson. Supongo que porque hasta entonces no había visto boxear más que en las películas de Rocky. Es decir, no había visto boxear. Como cualquier crío, era fácilmente impresionable. Así que aquella insólita conversación en el ascensor entre mi padre y nuestra vecina de planta, la adorable señora Teresa (que en gloria esté) hizo saltar mis alarmas:

-Pues yo hoy voy a trasnochar para ver el combate.

-No sabía que le gustase a usted el boxeo, Teresa…

-¿A mí? Me chifla. Desde que era una cría. En Madrid por aquel entonces había mucha afición.

-Claro que la había, si yo soy del Barriochamberí… (mi padre aprovechaba la más mínima ocasión para recordar que había nacido durante un bombardeo, en plena Guerra Civil, en el lugar donde se inventó la chulería)

-Ah, pues es que hoy dan el combate de Tyson…

Táison?

-Sí. Un negro que pega como un mulo. Muy jovencito aún. Pero pega como un animal el muchacho.

Como un animal, había dicho aquella respetable anciana de maneras dulces y elegantes. Como un mulo, para ser más precisos. Aquello tenía que verlo.

Hace solo unos días leí en una columna que el boxeo ha salvado muchas más vidas de las que se ha cobrado. Es una verdad como un templo. Y el de Michael Gerard Tyson es un buen ejemplo. A su padre no llegó a conocerlo. Su madre se quedó sin trabajo y deambuló con el pequeño Mike y sus dos hermanos mayores por casas sin agua, calefacción o electricidad de las que tarde o temprano siempre los acababan echando. Mike dejó de ir al colegio con apenas siete años, harto de que se burlasen de él por su ceceo y por esconderse siempre detrás de su hermana Niecey. A los diez fue detenido por primera vez por robar una tarjeta de crédito. A los once ya participaba en peleas de apuestas en fumaderos clandestinos de Brooklyn. A los trece entró en un reformatorio y de allí lo enviaron a otro aún más estricto por haberle pegado a su compañero de celda. Entre rejas conoció al ex boxeador Bobby Stewart, que se convirtió en su primer mentor deportivo. Meses más tarde, Tyson se puso en manos de Cus D’Amato, que había entrenado al ex campeón de los pesados y medalla de oro olímpica Floyd Patterson. En su gimnasio de Catskill, Nueva York, comenzó a forjarse la leyenda de Iron Mike.

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Tyson se erigió en el campeón mundial de los pesados más joven de la Historia del boxeo. Tenía apenas 20 años, cuatro meses y 22 días cuando se hizo con los cinturones del Consejo, la Asociación y la Federación al derrotar a Trevor Berbick en el Hotel Hilton de Las Vegas. Berbick no era un cualquiera precisamente. Cinco años atrás en Bahamas había jubilado nada menos que a Muhammad Ali. Pero aquel 22 de noviembre de 1986 los comentaristas lo vieron venir desde el primer momento  «¡Va a caer, créanme, amigos, Berbick va a caer muy pronto!», vaticinaba Larry Merchant en la HBO después de que Mike Tyson hubiese lanzado apenas un par de buenas combinaciones. La pelea se paró a los veinticinco segundos del segundo asalto por KO técnico. Era la vigésimo octava victoria de Tyson en otros tantos combates como profesional. La vigésimo sexta por la vía rápida…

En los cuatro años siguientes, Tyson defendió con éxito su triple corona hasta en nueve ocasiones. Su fama creció hasta ser sólo comparable a su pegada. Hasta Lou Reed mencionó a Iron Mike en Hold On, una de las joyas de su obra maestra New York (1989). Mientras, aquí en España se acuñó un ridículo y fraudulento apodo alternativo, el de El Terror del Garden

Pero cuando Tyson parecía indestructible, su meteórica carrera se hizo añicos el día menos pensado. El menos pensado de todos. El 11 de febrero de 1990 en Tokio. Y es que su pelea ante James Buster Douglas parecía un mal chiste. Las pocas apuestas que se aceptaban (solo en el Hotel Casino The Mirage de Las Vegas se atrevieron a poner dinero) estaban 42-1 en contra de Douglas, que de destructor tenía lo justo. Pero la cosa no acababa ahí. La victoria del campeón se daba por segura hasta el punto de que su siguiente defensa del título estaba ya programada para el 18 de junio en Atlantic City frente a Evander Holyfield, que había reservado un asiento en primera fila del Tokio Dome para no perder detalle de aquella pantomima.

Es verdad que los demonios de Mike Tyson ya habían asomado para entonces. Ya había tenido sus trifulcas con Don King y con su mánager, Bill Cayton. También se había divorciado de la actriz Robin Givens, que lo había acusado de malos tratos. Y por lo visto llevaba días manteniendo relaciones sexuales con las camareras de su hotel en Tokio, del que solo salía para entrenar de mala gana. Tyson era la antítesis del héroe americano pero, aún así, nadie lo vio venir. No tan pronto, al menos. Ni siquiera  cuando Buster Douglas se plantó en el décimo asalto de una pelea que se preveía corta. Sorprendentemente fresco (y recuperado de una caída en el octavo asalto en la que gozó de un conteo generosamente lento por parte del árbitro), el púgil de Ohio tanteó con una serie de directos de izquierda para, acto seguido, levantar un gancho de derecha que estalló en el mentón de su oponente. El campeón se tambaleó y Douglas, que había perdido a su madre tres semanas atrás, supo que estaba ante la oportunidad de su vida. Volvió a lanzar la izquierda por fuera y una segunda derecha brutal con la que acabó todo. Mike Tyson se fue a la lona noqueado por primera vez en 38 combates. Para estupefacción general, se dejaba en Japón el título mundial de los pesados.

Por supuesto, Buster Douglas cayó ante Evander Holyfield en su única defensa del campeonato, finalmente retrasada hasta octubre. Por su parte, en su regreso al cuadrilátero, Tyson liquidó a Henry Tillman en el primer asalto, apenas cuatro meses después del Tokiogate. Sin embargo, ya nada volvió a ser como hasta entonces. Ganó sus tres siguientes combates, pero mientras esperaba por una oportunidad para disputarle el cinturón a Holyfield, fue acusado, juzgado y condenado a seis años de prisión por violar a una joven modelo de 18 años en la habitación de un hotel de Indianápolis (algo que él siempre negó). Tyson estaba acabado. Su doble derrota ante Holyfield a finales de 1996 y en junio de 1997 (la del vergonzoso mordisco y toda la trifulca posterior) no hizo sino atestiguarlo. Y sus regresos posteriores constituyeron un epílogo del todo innecesario.

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Mike Tyson nunca tuvo la clase sobre el ring de un Ali o un Sugar Ray Robinson, pero sí fue el campéon más temido de su tiempo. En julio de 2004, pocos días antes de que cayese por KO en el cuarto asalto ante Danny Williams en el penúltimo combate de su carerra, el cantautor Todd Snider publicó Eat Nashville Skyline, el séptimo álbum de su carrera. En él había una hilarante, a la vez tierna pero sobre todo sarcástica canción inspirada en la figura del boxeador, Iron Mike’s Main Man’s Last Request, escrita desde el punto de vista del supuesto chico de los recados de un Tyson en sus días de decadencia: «Tranquilo, colega, todo va a salir bien. Debí haberte advertido que en cuanto hicieses dinero la vida iba a tratarte de este modo. Olvida a tu primera mujer, era una zorra y su madre también… Siempre serás el campeón, todo el mundo lo sabe, venga, tío, cojamos el Porsche y vayamos al club de streaptease… Vamos, campeón, solo son 300 dólares, y solo te los pido hasta que mi hermano esté mejor. Yo haría lo mismo por ti si pudiese y lo necesitases, eso es la amistad después de todo, ¿no? Vamos, hombre, no te enfades, al menos no conmigo… Acuérdate de quién lavaba los diez coches que tienes en el garaje… ¡Yo, maldita sea, Mike! ¡Yo!»

Iron Mike’s Main Man’s Last Request (Todd Snider)

Hey little buddy
Don’t even worry
Everything is gonna be O.K.
I could have told you when you started making
Money that the world was going to treat you This way.
Forget your first wife, she was no good for You,
she was a gold-digging b**** and her mom Was too.

Hey, Iron Mike… don’t let them get you down

Hey, little buddy
Don’t look uneasy
You just keep your eyes fixed on this fight
If that mean ‘old Don King
Don’t give you back all of your money
I say you and I, we go and take it back some night.

Your still the champion and everybody knows you are.
Come on Iron Mike, let’s take the Porsche to the t***y-bar.

Come on champ! Come on champ!

All i’m asking for is 300 dollars and that’s
Only til my brother straightens out
I would do this for you if I could and you
Needed me to… ain’t that what friendships all about?
Hey, little buddy
Don’t get angry
God please at least not a me
You know that i am right behind you
All the way, old ‘compadre
You just say whatever you want to, and i’ll Agree

Who washed every car in this 10 car garage?
Who caries the boombox and the entourage?
Me Mike, Goddammit… me!

Rock Me, Mama/Wagon Wheel: la canción que estuvo 30 años sin terminar

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En 1973, a Bob Dylan le encargaron escribir la banda sonora de Pat Garret & Billy The Kid, uno de los mejores ejemplos de lo que dio en llamarse western crepuscular. Sam Peckinpah dirigió la película, con James Coburn y Kris Kristofferson, buen amigo de Dylan, como pareja protagonista. La historia oficial de aquella aventura se resume en una breve aparición en calidad de secundario en un papel metido con calzador y sobre la marcha (no tenía ni nombre, le llaman Alias a secas) y una de sus canciones más celebradas, Knockin’ On Heaven’s Door (sí, la misma que dos décadas después masacraron Guns ‘N’ Roses). Pero hay otra pequeña gran historia que se ha contado pocas veces. Además de Knockin’ y de Billy, el tema central sobre el célebre forajido, Dylan dejó a medio escribir una canción maravillosa titulada provisionalmente Rock Me, Mama que, por alguna extraña razón, no se decidió a completar. De modo que, durante más de cuatro décadas, Rock Me, Mama circuló clandestinamente como parte de una sesión de grabación de aquel disco que fue pirateada. Hasta que en 2003 Ketch Secor de Old Crow Medicine Show se animó a pulir aquel diamante en bruto, que rebautizó como Wagon Wheel. Disfruten, damas y pendencieros, esto levanta a un muerto (¡están avisados!). Diez años más tarde, Darius Rucker ( Hootie & The Blowfish) se marcó una versión incendiaria… Aquí están las tres que en realidad son la misma. En el folk no existe el plagio, todo es tradición!

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Canciones de Navidad (para mientras preparas la cena)

 

A mí me gusta la Navidad, qué le voy a hacer. Así que, por favor, no me cuenten la película del consumismo y la hipocresía porque la he visto ya demasiadas veces. Allá cada cual con su conciencia y con su coherencia. Ciscarse en el espíritu navideño para reivindicar ser un gualtrapas todo el año me suena bastante perralleiro, pero solo es una opinión. A mí, qué quieren que les diga, me apetece la reunión familiar, el brindis con los colegas y la mañana de Reyes con mis hijos. Y, sin querer entrar en otros debates (la fe es algo estrictamente personal) me agrada que exista una celebración religiosa (y toda una tradición adyacente) centrada en un alumbramiento, en la expresión última de la vida. Soy más de belenes que de procesiones, no sé si me explico…

Lo que nunca me han gustado son esos villancicos grabados por niños con aparente sobredosis de azúcar en sangre. Ni que la única alternativa que se nos ofrezca sean media docena de apestosos hits más sobados que la Macarena. Así que esta es, amigos, la razón de esta entrada. Compartir con ustedes unas cuantas buenas canciones y versiones de o sobre la Navidad.

Casting Crowns han ganado un premio Grammy este 2016 al mejor álbum góspel contemporáneo del año. Si nuestras panxoliñas se regrabasen con arreglos como el que se han currado ellos para el Adeste Fideles, creo que otro gallo cantaría:

 

También me gusta (¡soy así de raro!) esa tradición anglosajona a la que han sucumbido todos los grandes. Todos, lo van a comprobar si se quedan conmigo hasta el final. Por estos pagos, a la Navidad le ha cantado Raphael y poco más. El resultado al otro lado del Atlántico es bastante menos grimoso. Hay discos infames, cierto. Pero también cañonazos como el que Tom Petty incluyó en su box set Playback e  interpretó en vivo en la Casa Blanca para un especial de la TNT en el año 2000:

 

En aquel mismo especial, la heartbreaker honoraria (Petty dixit) Stevie Nicks se unió a su banda favorita para pintar juntos la mejor versión de Noche de Paz jamás imaginada:

 

A la lista de clásicos de esta época del año se van añadiendo títulos cada cierto tiempo. Y así, junto a piezas tradicionales de hace siglos interpretadas por multitud de artistas a lo largo de las últimas décadas, conviven (y se cuelan en los álbumes recopilatorios de los distintos sellos) grandes canciones que, en mayor o menor medida, hablan de la Navidad. Esta la canta la chica que jamás ha tenido que enseñar las piernas para triunfar:

 

Chica lista, Hynde ha sido siempre devota del flamante Nobel de Literatura, que en 2009, con casi 70 castañas a la espalda, se marcó un álbum navideño grabado en casa de Jackson Browne, cuyos royalties donó a la organización benéfica Feeding America y al Programa Mundial de Alimentos de Naciones Unidas. Es probablemente el disco peor cantado de toda su carrera, pero contiene momentos interesantes como esta polka borrachuza basada en un viejo canto de taberna alemán para la que incluso se grabó un desconcertante videoclip promocional (no me pregunten por la peluca, yo tampoco sé por qué y coincido en que no era necesaria):

 

Dylan debió de cogerle gusto al rollo sinatrero (imperante en aquel trabajo pese a lo que acaban de escuchar), porque ha publicado otros dos discos en ese plan, ya sin la Navidad como excusa. Pero si ha habido un gremio que ha adoptado con normalidad la costumbre de grabar canciones de esta temática ha sido precisamente el de los crooners. Y aquí es donde chirría la comparación con Raphael a la que aludía antes: déjense seducir por el oficio y el encanto natural de Dino Paul Crocetti:

 

Pero, con permiso de Sinatra, el verdadero capo del cantar (y el bailar) navideño, fue Harry Lillis Bing Crosby. Aquí lo tienen derrochando savoir faire junto al Duque Blanco:

 

A estas alturas del partido y con más de 100 millones de discos vendidos, mi querido Sir Roderick David Stewart puede hacer ya lo que quiera. Pero su álbum Merry Christmas, Baby (2012) peca de todo lo que no soporto en este tipo de productos: una estomagante producción de David Foster, un diseño que apesta a naftalina, un repertorio aburrido y duetos muy poco imaginativos. A pesar de todo ello, contiene algunas dignas versiones y un momento de escocesa exaltación patriótica (además de navideña) que les propongo disfrutar del concierto promocional organizado aquel invierno en el castillo de Stirling.

 

La otra joya de aquel, por lo demás, olvidable trabajo de Rod era la pieza que le daba título, un blues de los años 40, que él recreaba con el formidable arreglo de Otis Redding. Pero si podemos disfrutar de la versión del Rey del Soul, para qué vamos a andarnos con medias tintas:

 

Ah, pero no todo es alegría en Navidad, amigos. Está también esa melancolía que invade a quienes se ven lejos de sus seres queridos y/o tienen poco que celebrar. Por eso hay también maravillosas canciones tristes asociadas a este tiempo. Y ahí se lleva la palma el gran John Prine cuando nos recuerda que en prisión también sirven pavo en Nochebuena, pero si la persona a la que amas está al otro lado de los muros lo más probable es que te invada la nostalgia:

 

El country ha sido el otro gran baluarte de la música navideña. El género tradicional (y a menudo conservador) por excelencia le ha cantado con la misma naturalidad al nacimiento del Niño Jesús que a Santa Claus y sus trineos, a las luces de la ciudad o a la parranda desenfrenada. Aquí las dos primeras parejas de la realeza, sin complejo alguno (The Man In Black editó varios álbumes de Navidad a lo largo de su carrera):

 

Los intérpretes de country mainstream han conservado intacta esa querencia por los discos de estándares navideños hasta nuestros días. Me gusta le lectura que hace de Winter Wonderland uno de los pocos a los que he prestado atención (es un fantástico guitarrista), Brad Paisley. Su telecaster brilla como si estuviese conectada a las lucecitas de la espantosa portada de su disco.

 

No tiene el pedigrí de la anterior pero desde que en 1987 los Pogues la editaron como single de su álbum If I Should Fall From Grace With God, su deslenguado Cuento de Hadas de Nueva York se ha ido colando año tras año en las listas navideñas de los países angloparlantes. Sé que el original con Shane MacGowan y Kirsty MacColl es imbatible, pero tengo una debilidad especial por esta ma-ra-vi-llo-sa versión de los canadienses Walk Off The Earth:

Les decía al principio que todos los grandes han sucumbido a la tentación. De Mick Jagger a John Lennon, pasando por King Elvis. A otros ya los han escuchado más arriba. Pero la prueba del algodón es el duro entre los duros. El tipo al que menos espíritu navideño podríamos suponer en la historia del rock. El mismísimo Lewis Allan Reed. Él también. Aquí lo tienen, acompañado, entre otros, de su amada Laurie Anderson o de Rufus Wainwright. ¡Y con guitarra acústica!

¡Pasen Feliz Navidad y ablanden esos corazones, maldita sea!

Dylan y los premios: un amor bajo cero

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Vaya por delante que a mí me hubiese gustado verle recoger el Nobel de Literatura con su pantalón ribeteado, su levita de predicador, su stetson de ala ancha y, quizá, hasta sus gafas oscuras. Por mi propio interés (el de verle, el de escucharle), hubiese preferido que, por una vez, Bob Dylan hubiese hecho lo que cualquiera en su lugar, sin por ello dejar de ser él mismo. Estoy seguro de que su discurso habría estado, por lo menos, a la altura del que su amigo Leonard Cohen pronunció en Oviedo en 2011. Pero estamos hablando del tipo que enchufó la Stratocaster en el santuario del folk acústico; el que alzó su primer Grammy tras haber proclamado su fe en Jesús en plena efervescencia del punk; el que volvió a desconectar su guitarra e hizo repuntar su carrera con dos discos consecutivos de temas tradicionales, publicados mientras el grunge copaba las radiofórmulas. El mismo tipo que aceptó un Óscar vía satélite y se quitó el sombrero (tras dar un traspiés) para saludar a Juan Pablo II, pero se dejó las aviator puestas cuando fue condecorado por el presidente Obama en la Casa Blanca. «He cenado con reyes, han llegado a ofrecerme alas, pero jamás me han impresionado en exceso», escribió Dylan ya en 1978 para Is Your Love In Vain?, uno de los temas de su álbum Street Legal. La verdad es que debimos haberlo imaginado. Desde el momento en que se supo que él era el galardonado, su ausencia en la ceremonia de entrega de los Nobel resultaba, al menos, tan factible, como su propia asistencia. ¿Por qué ha decidido no ir en última instancia? No tengo la menor idea. Así de claro. En muchos aspectos, el personaje sobre el que más biografías, ensayos y estudios he leído a lo largo de mi vida, continúa siendo un enorme misterio para mí. En la agenda de Dylan no hay ningún concierto programado después del de este próximo miércoles 23 de noviembre en Fort Lauderdale, de modo que cuesta imaginar qué «compromisos adquiridos con anterioridad» le impiden volar a Estocolmo para recibir el premio más prestigioso de su incomparable trayectoria. Lo que no se sostiene es esa sandez de que lo único que le importa es el dinero, que recibirá de todas formas. En ese caso, su participación directa en los fastos habría sido la mejor estrategia comercial. ¿O acaso los galardonados en años anteriores no han visto multiplicadas las ventas de sus obras gracias a tamaña inyección publicitaria? La decisión final del músico desautoriza además a los palurdos que consideraron un desprecio nacional que tampoco viniese a recoger su Premio Príncipe de Asturias de las Artes el 26 de octubre de 2007. Entonces también se disculpó por escrito: «Permítanme agradecer al Rey, al príncipe Felipe y a los españoles el haberme concedido el Premio Príncipe de Asturias. Soy consciente del enorme prestigio que este premio proporciona, así como también de la larga lista de ilustres galardonados. Es realmente un gran honor. Lamentablemente, no puedo estar ahí para recibir el premio en persona, pero espero regresar pronto a España para manifestar mi gratitud por este galardón». Aquel día Dylan, que ha hecho de la carretera su hogar y de su gira interminable un modo de vida, estaba actuando en Nebraska mientras el aún heredero a la Corona de España recibía al resto de galardonados.

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¿No se alegra Bob Dylan de que se le haya otorgado el Nobel de Literatura? ¿Acaso rechaza tan alto honor? En modo alguno. Que no sepamos por qué demonios ha decidido no viajar hasta Suecia no da pie a sacar una conclusión tan tremendista. De hecho, aunque por lo visto no fue fácil ponerse en contacto con él, Dylan acabó por aceptar gustoso el premio y se permitió incluso bromear con que la noticia le había «dejado sin palabras». Y algo que va mucho más en su línea: el día en que se conoció el fallo de la Academia Sueca no hizo, por supuesto, mención alguna durante su concierto en el hotel The Cosmopolitan de Las Vegas. Pero se colgó la guitarra por primera vez en cuatro años (el piano es su instrumento habitual desde hace más de una década). Un gesto tan insondable como demasiado significativo para ser una mera coincidencia.

¿Es alérgico Bob Dylan a los reconocimientos? Quizá no tanto como eso, pero resulta obvio que no se encuentra cómodo siendo el centro de atención fuera del escenario. Dylan detesta la celebridad hasta el punto de haberse disfrazado en muchas ocasiones para poder pasar desapercibido. Ni siquiera así ha logrado siempre su objetivo, como la noche en que la policía de Long Branch, Nueva Jersey, lo tomó por un ladrón cuando merodeaba una casa en venta bajo una lluvia torrencial, en agosto de 2009. Un año antes, en Uruguay, tuvo más suerte cuando salió a pasear en bicicleta vestido de mujer… Sí, sé lo que los profanos estarán pensando ahora mismo. Como una regadera y blablabla. Pero déjenme presentarles al primer dylanólogo de la Historia: AJ Weberman, el hombre que a finales de los años 60 se pasó meses hurgando en la basura doméstica de Dylan (en sentido literal: abría y analizaba como si fuese un CSI las bolsas de deshechos que quedaban ante su domicilio). Weberman llegó a la delirante conclusión de que había un código secreto en las canciones de Dylan. Y escribió un libro infumable para, presuntamente, demostrarlo. Todavía a día de hoy sigue colgando ridículos vídeos sobre él en su canal en YouTube.

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Esta es, también, la clase de reconocimiento con el que Bob Dylan lleva lidiando más de medio siglo… Aunque en realidad su fobia a los premios se remonta al 16 de diciembre de 1963, fecha en que, con apenas 22 años, le fue concedido el Tom Paine Award de manos del muy progresista Comité Nacional de Emergencia por los Derechos Civiles. Su discurso de aceptación levantó ampollas: «Todos ustedes deberían estar ahora mismo en la playa. Deberían estar por ahí disfrutando de su tiempo libre (…) Porque para mí ya no hay blanco o negro, derecha o izquierda. Solo hay arriba y abajo. Y abajo está demasiado cerca del suelo. Y estoy tratando de crecer sin pensar en algo tan trivial como la política (…) «

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La cosa se puso más fea cuando Dylan, que al parecer había bebido más de la cuenta para combatir su nerviosismo, hizo mención al acontecimiento que semanas atrás había conmocionado al mundo. «Ese muchacho que disparó al presidente Kennedy, Lee Oswald… no sé exactamente qué pensaba que estaba haciendo, pero debo admitir que vi algo mío en él…» Probablemente lo único que quiso decir es que Oswald parecía un tipo corriente, no un villano como los de las películas, pero los abucheos precipitaron el final de una alocución por la que Dylan se disculparía días más tarde a través de una carta que finalizaba con un desdeñoso «Nos vemos. Respetuosa o irrespetuosamente». En As I Went Out One Morning, tema de su álbum John Wesley Harding (1968), Dylan narraba cómo una frágil dama encadenada le pide ayuda, y cómo cuando él le ofrece su mano, ella le agarra el brazo con la clara intención de hacerlo suyo por la fuerza. La escena no se resuelve hasta que Thomas Paine en persona intercede para que la joven respete la libertad del narrador.

Ya en 1970, el artista era reconocido por la Universidad de Princeton como Doctor Honoris Causa en Música. También acudió al acto y también se sintió incómodo, tal y como reflejó en el tema Day Of The Locusts de su siguiente disco, New Morning (1970): «Me quité la toga, recogí mi diploma, tomé la mano de mi amada y nos largamos de allí. Escapamos a las montañas, las negras montañas de Dakota. Desde luego me sentí feliz de haber escapado con vida…»

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A Justin Bieber le han concedido un Grammy este mismo año. Lo sé porque lo acabo de comprobar cuando buscaba una comparación suficientemente esclarecedora. Dylan no recibió ninguno hasta 1980, cuando estaba a punto de cumplir cuarenta. Su Gotta Serve Somebody, carta de presentación de Slow Train Coming (1979), el primero de sus tres discos de temática cristiana, mereció el premio a la mejor interpretación vocal masculina de rock. «No esperaba esto. Quisiera ante todo darle las gracias al Señor. Y también a Jerry Wexler y Barry Beckett (productores) por haber creído en ello». Eso fue cuanto dijo cundo tuvo en sus manos el gramófono dorado. Este es el momento.

Ya en 1988, Dylan pasó a formar parte del Rock And Roll Hall Of Fame tras una esperpéntica ceremonia en la que también fueron reconocidos los Beatles y los Beach Boys, cuyo cantante, Mike Love, tomó la palabra en primer lugar para proferir una sarta de estupideces a cuenta de los muchos bolos que seguía haciendo con su banda, y de paso insultar, sin motivo aparente, a Mick Jagger o Billy Joel entre otros compañeros de profesión presentes en la sala. Cuando llegó su turno, Dylan (presentado por Bruce Springsteen como «el hermano mayor que nunca tuve») se lo tomó con calma y comenzó por saludar a Muhammad Ali, Little Richard y Alan Lomax para, acto seguido, «agradecerle a Mike Love que no me haya mencionado en su discurso… Yo también hago un montón de actuaciones cada año… La verdad es que la paz, el amor y la armonía son muy importantes, pero también lo es el perdón, así que debemos practicarlo… » Con el público metido en el bolsillo, Dylan se prestó a interpretar All Along The Watchtower junto al resto de homenajeados. Su cara lo decía todo: no veía la hora de estar de vuelta en su hotel.

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En enero de 1990, la Orden de las Artes y las Letras de Francia aprovechó la residencia (cuatro conciertos en otros tantos días consecutivos) de Bob Dylan en el teatro Grand Rex de París para hacerle entrega de la medalla de Comendador, el mayor distintivo de la Orden. No consta que tuviese que decir una sola frase. Probablemente aliviado, ese día al menos sonrió.

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En 1991, año en que cumplió medio siglo, el artista recibió de manos de Jack Nicholson un Grammy honorífico por su ya entonces dilatada trayectoria. Sobre aquella velada, en la que volvió a parecer bastante fuera de lugar, escribí hace unas semanas en este mismo blog una entrada que puede leerse aquí.

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Apenas dieciocho meses más tarde, con motivo del trigésimo aniversario del estreno discográfico de Bob Dylan en 1962, Columbia Records organizó el que quizá sea el mayor homenaje jamás realizado a un músico vivo. The 30th Anniversary Concert Celebration (1992) reunió en el Madison Square Garden de Nueva York a Eric Clapton, Stevie Wonder, Lou Reed, Neil Young, George Harrison, The Band, Johnny Cash, Pearl Jam, Willie Nelson, Tom Petty y muchas otras estrellas devotas, en un sentido u otro, del legado del artista de Minnesota. Ya en la recta final de tan memorable espectáculo, Dylan salió al escenario pero habló solo a través de dos de sus viejas canciones: Song To Woody (Guthrie), su primera canción importante, incluida en aquel primerísimo trabajo, e It’s Alright, Ma (I’m Only Bleeding), uno de los textos de los que más orgulloso se ha sentido siempre. Pese a que su voz sonó incluso más aguardentosa de lo habitual, las interpretaciones fueron más que correctas. Al fin y al cabo, estaba solo con su guitarra frente al público. Como tantas otras veces.

Lo difícil vino justo a continuación, cuando se le sumaron algunos de aquellos amigos que habían ido a Nueva York a rendirle pleitesía. Ahí, mientras los demás sonreían y disfrutaban al esculpir jubilosos una maravillosa relectura de My Back Pages, a Dylan se le veía apagado y taciturno. Como si la cosa no fuese con él.

Cuenta Howard Sounes en el escencial Down The Highway: The Life Of Dylan que nuestro hombre no se relajó y disfrutó de su gran noche hasta que, horas más tarde, se bebió unas pintas de Guinness alternadas con vino blanco en el Irish Pavillion, el pub irlandés que regentaba su camarada en los tiempos del Greenwich Village Tommy Makem en la esquina de Lexington con la calle 57. Alentado por Liam Clancy, otro de sus más viejos colegas, Dylan se atrevió incluso con una vieja canción tradicional, que Ronnie Wood y George Harrison se encargaron de completar cuando la guitarra fue pasando de mano en mano.

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En mayo de 1997 Bob Dylan estuvo, según sus propias palabras, a punto de «reunirse con Elvis«. Una histoplasmosis aguda lo llevó al hospital el mismo día en que cumplía 56 años, pero no solo se recuperó con éxito, sino que meses más tarde resurgió de sus cenizas con Time Out Of Mind, el disco que le devolvió su estatus de estrella y le procuró tres Grammys al año siguiente, en otra ceremonia para el recuerdo. Con unos kilos de más (probablemente a consecuencia del tratamiento recibido) y visiblemente maquillado, Dylan estaba interpretando Love Sick, el tema que abría aquel trabajo, cuando uno de los bailarines contratados para aparecer de fondo en la retransmisión televisiva se desnudó de cintura para arriba y comenzó a convulsionar a escasos centímetros del cantante, con un inquietante mensaje pintado sobre el pecho: Soy Bomb (Bomba de Soja en inglés, pero también Soy Una Bomba si jugamos a combinarlo con nuestro idioma, tal y como pretendía su portador). Su nombre era Michael Portnoy y se definía como artista multidisciplinar. Todo el mundo dio por hecho que su extrañísima coreografía estaba preparada. Incluso Dylan, que siguió tocando tras echarle un primer vistazo. La seguridad del evento tardó medio minuto en sacar a Portnoy del escenario.

Cuando en 2005 Columbia editó el vídeo de Love Sick (por lo demás, una interpretación extraordinaria) como parte de un dvd que acompañaba la versión deluxe del disco Modern Times,  el momento de gloria de Portnoy fue eliminado.

Pero hubo más. Bob Dylan y el productor de Time Out Of Mind, Daniel Lanois, recibieron juntos el premio al mejor álbum del año de manos de Sheryl Crow, John Fogerty y el rapero Usher.  Tras los agradecimientos de rigor, Dylan hizo una confesión para la que nadie estaba preparado: «Cuando tenía 16 o 17 años fui a ver actuar a Buddy Holly en Duluth. Estaba a menos de un metro de mí y, en un momento determinado, me miró… De alguna manera he vuelto a sentir la presencia de Buddy Holly mientras hacíamos este disco. No sé cómo o por qué, lo que sé que Buddy Holly ha estado con nosotros…» Una vez más, las palabras pronunciadas por el músico no pasaron desapercibidas.

Pocas semanas antes de aquello, Dylan había asistido a la entrega del Premio Kennedy, el mayor honor concedido por el gobierno de los Estados Unidos desde 1978. Se lo entregó el presidente Clinton en persona, a él y a cuatro artistas escénicos más de diferentes disciplinas: Lauren Baccall, Charlton Heston, Jessye NormanEdward Villela fueron las otras figuras reconocidas.

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En el año 2000 Bob Dylan sí encontró tiempo para recibir de manos del Rey de Suecia el prestigioso Polar Music Prize. Claro que, como había sucedido diez años atrás en París, estaba de gira por Escandinavia y ofreció una actuación en Estocolmo esa misma noche. Además, la cosa resultó sencilla: el discurso lo pronunció otra persona, él se limitó a escucharlo impertérrito.

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Fue la Princesa Cristina, hermana del monarca, la encargada de lisonjear a Bob Dylan con aseveraciones muy semejantes a las emitidas por la Academia del Nobel hace poco más de un mes: «Su influencia como cantante y compositor a lo largo del siglo XX es indiscutible» dijo la princesa. «Siempre innovador, pero siempre basado en la rica tradición americana», añadió, «su integridad y determinación, su habilidad para combinar poesía, armonía y melodía han cautivado a millones de personas de todo el mundo…» La anécdota esta vez la protagonizó el propio artista, que parecía ausente hasta que Cristina de Suecia lo interpeló directamente para que aceptase el galardón. Dylan hizo ademán entonces de coger la placa conmemorativa, aunque el protocolo señalaba que era el rey en persona quien debía entregársela. Aclarado el procedimiento, y en mitad de una gran ovación, al artista se le escapó una sonrisa fugaz cuando recibió también un aparatoso centro floral.

Los premios no dejaron de llegar en 2001. Dylan comenzó el año conquistando el Globo de Oro por su canción Things Have Changed, incluida en la banda sonora de la película Wonder Boys (Jóvenes Prodigiosos), de Curtis Hanson.

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Dylan se vistió de esmoquin para asistir a la gala celebrada en Los Ángeles, y lució por primera vez en público el mostacho mosqueteril que caracterizaría su imagen en los años siguientes. Esta vez tuvo que hablar, pero, aunque de inició soltó una exclamación y aseguró que aquello era algo muy importante, luego se limitó a dar las gracias al director del film, la prensa extranjera que cada año organiza esos galardones, los músicos de su banda, la gente de Columbia Records, todos los miembros de su familia (así, en general)… «Y supongo que eso es todo, ¿no?»

Pocas semanas después, Dylan tuvo que defender la nominación de Things Have Changed en la ceremonia de entrega de los Óscars. La cita lo pilló de gira por Australia, desde donde interpretó la canción vía satélite acompañado de su banda habitual. El realizador aprovechó para fusilarlo a primerísimos planos, algo que el músico intenta evitar siempre a toda costa.

Tras haber logrado el Globo de Oro, Things Have Changed era la gran favorita para conseguir también la estatuilla, y los pronósticos se cumplieron. Jennifer López fue la encargada de anunciar que el Óscar era para Bob Dylan. Michael Douglas, protagonista de Wonder Boys, se rompía las manos dando palmas, igual que Frances MacDormand. Más comedido fue el aplauso de Sting o Björk, a quien Dylan acababa de arrebatar el premio. «Buen Dios, esto es increíble», comenzó diciendo con una risita floja. A continuación volvió a agradecerle a Curtis Hanson haberle involucrado en el proyecto y a los directivos de Columbia, su sello de toda la vida, la confianza en su labor. Como si de un chiquillo se tratase, envió luego un saludo a sus «amigos y familiares, que me estarán viendo», y mostró también su gratitud a los miembros de la Academia «por haber tenido el coraje de premiar una canción que no se anda con rodeos a la hora de tratar la naturaleza humana». Para terminar, y para visible regocijo de de Tony Garnier, su bajista desde 1989, Dylan fue fiel a sí mismo y deseó a todos «que Dios os bendiga con paz, tranquilidad y buenos propósitos».

Llegamos a 2004 y volvemos a ver a Bob Dylan enfundado en una toga. Esta vez en Escocia, en la Universidad de St Andrews, donde le conceden, igual que 34 años atrás en Princeton, un Doctorado en Música que el artista puede recoger en persona aprovechando que, una vez más, está de gira por el país. La expresión de su rostro en las fotos que trascienden de acto no transmite precisamente entusiasmo. Y eso que, una vez más, volvió a irse de rositas. Sin decir una palabra.

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Willie Nelson ha presumido en alguna ocasión de haber fumado marihuana en la mismísima Casa Blanca. Que sepamos, Bob Dylan no llegó a tanto; pero en 2012 recibió de manos de Barack Obama la Presidential Medal Of Freedom sin ni siquiera quitarse las gafas de sol. Allí coincidió entre otros con Toni Morrison, primera mujer afroamericana en ganar el Nobel de Literatura y el Pulitzer, galardón que Dylan había logrado cuatro años antes.

U.S. President Obama  congratulates 2012 Presidential Medal of Freedom recipient musician Dylan during ceremony in the East Room of the White House in Washington

En realidad, la entrega de estas medallas, el mayor galardón civil de los Estados Unidos (equivalente a la Medalla de Oro del Congreso) es un acto bastante anodino y recogido. El presidente habla durante unos veinte minutos sobre los méritos de los homenajeados, que a continuación son llamados uno por uno para que les sea impuesta la condecoración. En el vídeo que hay aquí abajo, el momento Dylan puede verse a partir del minuto 31. El presidente Obama es, sin duda, quien mejor se lo pasa.

Un año más tarde, Dylan posaba con rictus desafiante serio junto la ministra francesa de Cultura, Aurelie Filippetti, luciendo la Legión de Honor en la solapa de su chaqueta. Lo han adivinado: de nuevo hicieron coincidir el acto con la llegada de la gira del artista a la capital gala. Pero la entrega de la mayor distinción civil o militar concedida en el país vecino se vio precedida de cierta polémica. De hecho, su nominación estuvo suspendida debido a las dudas que la actitud «antibelicista» de Dylan y el «consumo de marihuana» en su juventud despertaban en algunos miembros del comité. Filippetti se salió finalmente con la suya e impuso la medalla al músico en una ceremonia privada en la que no escatimó elogios hacia Dylan, a quien aún así (o a lo mejor por eso) se le vio incómodo como en tantas ocasiones similares. «Estoy agradecido y orgulloso, eso es todo», se limitó a decir.

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Y llegamos a 2015, año en que Bob Dylan recibe un reconocimiento aparentemente menor, el MusiCares Person Of The Year, un galardón entregado por la misma Academia que organiza los Grammys, y que desde 1991 premia la labor de aquellos músicos que, además de mantener una carrera sólida, han destacado por practicar, de un modo u otro, la filantropía. La gala parece una suerte de reedición reducida de aquel Dylanfest del 92 en Nueva York. Jack White, Neil Young, Norah Jones o Sheryl Crow interpretan algunas de las canciones más emblemáticas de Dylan, presentado con todos los honores por uno de sus más célebres admiradores, el ex presidente Jimmy Carter. El homenajeado sube al estrado con el pelo recién teñido y el gesto más serio que nunca. Contra todo pronóstico, esa noche tiene mucho que decir.

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Bob Dylan toma la palabra durante ¡más de treinta minutos! Ha preparado a conciencia su discurso y lo trae escrito para no dejarse nada en el tintero. Aplaude en primer lugar la labor de MusiCares, una ONG dedicada a prestar asistencia personal, médica o financiera a músicos en apuros. Hace después un repaso de aquellas personas que se han preocupado por él a lo largo de sus más de 50 años de carrera, empezando por el cazatalentos que le consiguió su primer contrato discográfico, John Hammond. Se acuerda después de The Byrds, Nina Simone, Jimi Hendrix, Johnny Cash, Joan Baez… Dylan suena apasionado al explicar de dónde ha venido sacando tantas buenas canciones a lo largo del último medio siglo. No hay magia, no hay misterio: todo proviene de la música tradicional. Pero su tono se torna mucho más agrio cuando se acuerda de «aquellos que dicen que no sé cantar». No queda claro si bromea o estáa hablando en serio, y de hecho se escuchan risas entre el público, pero Bob dispara con munición pesada: «Los críticos me han puesto a caldo desde el primer día. A su juicio, sueno como una rana. ¿Por qué no dicen lo mismo sobre Tom Waits? Los críticos dicen que mi voz está fundida. Que no tengo voz. ¿Por qué no dicen eso sobre Leonard Cohen? ¿Por qué me dan este tratamiento especial? Los críticos dicen que no puedo aguantar una melodía y que hablo a mi manera durante las canciones. ¿De verdad? Nunca escuché decir eso sobre Lou Reed. ¿Qué he hecho yo para merecer esta deferencia extraordinaria? ¿No tengo rango vocal? ¿Cuándo fue la última vez que escuchasteis a Dr. John? ¿Por qué no decís eso sobre él? Arrastro las palabras, no tengo dicción. Gente, ¿habéis escuchado alguna vez a Charley PattonRobert Johnson Muddy Waters? Hablan sobre palabras arrastradas y ausencia de dicción. ¿Por qué no dicen lo mismo de ellos? “¿Por qué yo, Señor?”, me digo a mí mismo. Sam Cooke respondió esto cuando un día le dijeron que tenía una voz maravillosa. Dijo: “Bueno, eso es muy amable de tu parte, pero las voces no deben ser consideradas por lo bonitas que son. Más bien importan solo si te convencen de que están diciendo la verdad”. Pensad en ello la próxima vez que estéis escuchando a un cantante».

Juro que lo haré, señor Dylan. Juro que lo haré.

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Ahora voy a marcharme. Voy a quitarme de vuestra vista enseguida. Probablemente no me he referido a mucha gente y he hablado demasiado de unos pocos. Pero es lo que hay. Como dice el espiritual: “Aún estoy cruzando el Jordán”. Espero que nos encontremos de nuevo. Y lo haremos si, como cantaba Hank Williams, “es la voluntad del buen Señor y el arroyo no se desborda”

Esos tipos que cantan como el culo (y me ponen la carne de gallina) vol. 3: Kris Kristofferson

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Lo admito, mi debilidad por este tipo roza lo patológico. Por Dios, miren esa foto y díganme que no les entran ganas de abrazar al abuelo. Nació en Brownsville, Texas, el 22 de junio de 1936, lo que significa que en el momento de escribir estas líneas sigue pateando culos con 80 años a la espalda. Su padre era oficial de las Fuerzas Aéreas, por lo que pasó su infancia de un lado para otro hasta que la familia se instaló en San Mateo, California. Por las venas de Kristoffer Kristofferson corre sangre sueca, irlandesa, escocesa, alemana, holandesa y suiza. Eso por lo menos.

Lars Henry Kristofferson inculcó los valores militares a su hijo desde muy pequeño, pero, a su manera, Kris remoloneó cuanto pudo: destacó como estudiante y como deportista en la Universidad de Pomona, donde se graduó summa cum laude en Literatura en 1958. Le concedieron una beca para marcharse a Oxford, y durante su etapa en el Reino Unido volvió a llamar la atención por sus dotes para el boxeo y el rugby. También le picó por primera vez el gusanillo de la música. Alentado por Larry Parnes, el primer gran manager del pop británico, grabó un primer trabajo para Top Rank Records bajo el nombre de Kris Carson. Kristofferson tenía la esperanza de que el éxito musical le abriese las puertas del que entonces era su verdadero sueño: convertirse en novelista. Pero el disco fue un fracaso rotundo. Kris se graduó en Literatura Inglesa en 1960, regresó a casa y se enroló en el ejército.

Su carrera militar se prolongó por espacio de un lustro. En 1965, cuando ya había alcanzado el rango de capitán y mientras los Stones cantaban Satisfaction, Dylan se electrificaba y los Beatles actuaban en España, Kristofferson dejó el uniforme y se marchó a Nashville. Tenía casi 30 años y volvía a empezar de cero. Y no se trata de ningún eufemismo: su primer trabajo en la capital del country consistió en barrer los suelos de los estudios de Columbia Records. Un buen día apareció por allí June Carter. Kris le entregó una cinta que había grabado, y le pidió a la primera dama que se la entregase a su marido. June cumplió su parte, pero Johnny Cash se limitó a colocarla en lo alto de una pila de maquetas de aspirantes a estrella que había ido acumulando.

A las pocas semanas, y en vista de que Cash no respondía, Kristofferson decidió captar su atención de un modo mucho más expeditivo: alquiló un helicóptero y lo hizo posarse en el jardín de la casa de Johnny. En la voz del Hombre de NegroSunday Morning Coming Down se convirtió en un éxito inmediato y ese mismo año Kris se alzó con el premio al mejor compositor en los Country Music Awards. Pero ni siquiera entonces su camino al éxito quedó despejado. Kristofferson no interesaba como intérprete de sus propias canciones. Su imagen y su voz no convencían a las discográficas, que sí entregaban sus temas a artistas como Jerry Lee Lewis (Once More With Feeling) o Dave Duddley (Viet Nam Blues). Los beneficios eran así mucho menores y Kris hubo de compaginar su labor musical con la de piloto comercial de helicóptero en el sur de Louisiana: «Trabajaba una semana entera llevando y trayendo gente de alguna plataforma petrolífera. Recuerdo haber escrito Help Me Make It Through The Night, Me And Bobby McGee y muchas otras posado sobre una de aquellas plataformas. Al final de la semana regresaba a Nashville y me tiraba unos cuantos días trabajando en las canciones.  Entonces viajaba otra vez a Louisiana y el ciclo se repetía», le contó al New Orleans Times en 2006.

Fue un pequeño paso para el hombre, pero un gran paso para la Humanidad. Y también para Kris Kristofferson. El 20 de julio de 1969 Neil Armstrong pisó la Luna y Johnny Cash convenció (no sin esfuerzo) a los organizadores del legendario Festival de Newport de que su amigo de ojos azules merecía una oportunidad. Presentado por Cash ante una audiencia multitudinaria, Kris salió al escenario para cantar Bobby McGee y su vida cambió para siempre. Firmó con Monument Records y al año siguiente publicó su primer álbum, Kristofferson. Las ventas del disco volvieron a ser decepcionantes… hasta que en 1971 fue reeditado con el título de Me And Bobby McGee. Entonces, y dado el éxito de la versión grabada por Janis Joplin (novia de Kris durante un tiempo), el mundo, al fin, se rindió a su talento.

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Y lo mejor es que sus talentos eran muchos porque, erigido ya en intérprete reconocido, Kristofferson no dejó de ser también un autor muy solicitado por cantantes sin su capacidad creativa. De modo casi inmediato, decidió dar un paso más e iniciar una carrera paralela como actor que llega también con éxito hasta nuestros días. Para mí siempre será Billy El Niño en la maravillosa revisión del mito que filmó Sam Peckinpah en 1973, aunque la mayor recompensa le llegó tres años más tarde con su papel de John Norman Howard en Ha Nacido Una Estrella, por el que le dieron un Globo de Oro, igual que a su compañera de reparto, Barbra Streisand.

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En 2014 conocí a Roddy Hart en el festival Avilés Ciudad Dylanita que organizan mis ya grandes amigos Béznar Arias y Álvaro Lozano. Roddy había conseguido que Kris Kristofferson cantase con él en Home, un tema de su primer disco, Bookmarks (2007). A su vez yo le pedí permiso a Roddy para adaptar Home al castellano e incluirlo en Príncipes Venidos A Menos, el segundo trabajo de En Casa del Herrero, bajo el título de En Casa. Hart me contó que Kristofferson es el tipo más encantador del mundo. Humilde, cariñoso y agradecido. Y la verdad es que así se mostró también en el funeral organizado en 2003 por la CMT en memoria de su gran amigo Johnny Cash, compañero en The Highwaymen y tantas otras aventuras: «Una de las cosas más bonitas de mi vida ha sido recorrer el mundo y comprobar cómo reaccionaba la gente de cualquier lugar ante la mera presencia de Johnny Cash. Con Muhammad Ali pasaba algo parecido. Por la misma razón, ellos sabían que él los quería tanto como ellos lo querían a él. Y lo mejor que he leído desde que Johnny murió son unas palabras pronunciadas, una vez más, por Bob Dylan: ‘John era nuestra Estrella Polar…'» A Kristofferson se le quebró la voz antes de poder completar la cita: «‘Y podías confiarle siempre el rumbo de tu barco'». Y a continuación entonó, una vez más, la mejor canción jamás escrita sobre la resaca mañanera de los domingos.

Sunday Morning Coming Down

Well I woke up Sunday mornin’, with no way to hold my head that didn’t hurt
And the beer I had for breakfast wasn’t bad, so I had one more, for dessert
Then I fumbled through my closet, for my clothes and found my cleanest dirty shirt
And I shaved my face and combed my hair and, stumbled down the stairs to meet the dayI’d smoked my brain the night before on, cigarettes and songs that I’d been pickin’
But I lit my first and watched a small kid cussin’ at a can, that he was kickin’
Then I crossed the empty street and caught the Sunday smell of someone fryin’ chicken
And it took me back to somethin’, that I’d lost somehow somewhere along the wayOn the Sunday morning sidewalks, wishin’ Lord, that I was stoned
‘Cause there’s something in a Sunday, makes a body feel alone
And there’s nothin’ short of dyin’, half as lonesome as the sound
On the sleepin’ city side walks, Sunday mornin’ comin’ downIn the park I saw a daddy, with a laughing little girl who he was swingin’
And I stopped beside a Sunday school and listened to the song that they were singin’
Then I headed back for home and somewhere far away a lonely bell was ringin’
And it echoed through the canyons like the disappearing dreams of yesterday

On the Sunday morning sidewalks, wishin’ Lord, that I was stoned
‘Cause there’s something in a Sunday, makes a body feel alone
And there’s nothin’ short of dyin’, half as lonesome as the sound
On the sleepin’ city side walks, Sunday mornin’ comin’ down